Antes de nada, me permitirás, querido lector, un más que necesario inciso de lo que, genésica y cerebralmente hablando, ha supuesto —para mí— la lectura del último libro de la gran escritora Pilar Pedraza, Tóxikas —editado por Cazador de Ratas Editorial—: antología compuesta por una docena de relatos en donde la carne degenera en algo terrorífico, cuasi monstruoso —de manera extremadamente gráfica en unos; en otros, ligeramente intuida— en base a la libertina impunidad y complacencia que nos trae la cotidianidad. Pues bien, diré que, aunque manchega, soy de ancestros valencianos; de aquellos huertanos que trabajaban la y con la tierra, ganándose el sustento con aquello que la almunia gustaba de ofrecerles: ora patatas, ora plátanos, ora ciruelas…, y de los que, con denodado esfuerzo y sacrificio, emigraron a la gran meseta castellana para labrarse un porvenir montando un pequeño tenderete en el Mercado Central de Tomelloso.
Y allí, entre el olor de la fruta madura y el vergel viviente de las acelgas y escarolas, conocí a una de las heroínas de mi vida: mi abuela, la Gregoria, la que me hacía un camastro con cuatro cajas de madera —que olían a vega— previamente forradas con papel de periódico —por el tema de las astillas— y con sacos de arpillera de las patatas «de a veinticinco kilos»; una cama resultona que era la envidia del resto de tenderos que la alentaban, diciéndole: «Gregoria, cuando puedas ¡otra para mí!». Y frente al puesto de fronda de Gregoria, el del Francisquito, el carnicero, con sus piernas de cordero bamboleándose al aire caliente de la mañana, con sus pollos descabezados, sus conejos destripados y sus cabecitas de puerco —con ojillos entornados y largos orejones— asidas en los garfios del matarife: golosinas de carne cerosa y sonrosada. Y dirás, querido lector, toda esta digresión ¿para qué? Muy sencillo: leer el contenido que encierran los relatos de Tóxikas me ha arrastrado —como en déjà vu— a esa infancia tierna de texturas sensitivas —visuales, táctiles, pero sobre todo olfativas— que creía jamás escaparían del baúl de la memoria no destacable de mi cerebro. A la vista está que me equivocaba… y es que Tóxikas se saborea, se huele, se palpa, porque de eso va: un compendio de relatos que podrían tildarse de costumbritas y fantásticos —se mecen por entre las turbulentas aguas de un hiperrealismo (untuoso y ocre, con olor a sangre) y de lo supernaturāle—, protagonizados por una mujer, Carmen Posa, en un plano marcadamente real: el Mercado Central de Valencia.
Relatos que albergan el resabio que tiene su autora por la mitología clásica —en una cita o en forma de alusión escueta y sibilina (templada)— y por lo propio del fantástico que se hilvana, con cada relato, de forma verosímil, natural y acompasada, haciendo de esta colección una pieza irregular «costumbrista/fantástica» que llega —en algún que otro momento— a semejar un teatro valleinclaniano de lo grottesco y lo absurdo; una función orlada por candilejas hechas con carne, sangre y vísceras que, a modo de horror vacui, decoran las cornucopias de metacrilato, hierro y papel de estraza del gran proscenio que es el mercado; mercado que, en su animalidad, se vuelve teriomórfico: un bestiario muerto —o que a ello se presta— engarzado por los férricos grilletes de una brutalidad justificada ante el acto natural y carnal —casi orgásmico— de comer, deglutir, zampar…; en definitiva, de saciar la desmedida gula de una amígdala, toda ella límbica y reptiliana, que aspira al poder; porque tal que eso es la carne: vida, vigor y sexo —si no, que se lo pregunten a los Aghoris—, y que, cuando es consumida, acarrea todo un ritual atávico de ferocidad, aniquilación y destrucción de lo que se deja coger, de lo que se deja matar…; en resultas: de lo que consideramos de sustancialidad inferior a la nuestra —y qué bien viene aquí la disposición estética de nuestra pirámide alimentaria—. En definitiva, Pilar Pedraza, con su singular estilo, ágil y directo, hace de la excepcionalidad de Tóxicas algo extraordinario: vindicación, traumas y remembranzas al pasado de una protagonista muy particular…, la que goza y aborrece, a partes iguales, la Cultura de la Carne.
Conclusión: Porque para encontrar la luz hay que entrar en la oscuridad, te diría, mi querido lector, que ingreses en la opacidad bermeja de Tóxikas: oda al connatural egocentrismo, discriminación —categórica— e inmundicia que se desprende de lo que se tiene por humano.
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