—Aún no se les ve, pero no te preocupes, pronto estarán aquí—. Madre me toma con cariño de los hombros mientras me habla. Yo no dejo de mirar al cielo con ansiedad. Espero que lleguen de un momento a otro, los dragones, con ese majestuoso vuelo que tanto me han contado. Los dragones que me traen a mi bebé. Porque hoy es el día, mi gran día, como lo es también para mis compañeras de Maternidad: Triana, Gravi y Dindra. Hoy las cuatro nos convertiremos en Madres, en cuanto los dragones nos entreguen a nuestros bebés.
No cejo de escrutar las nubes distantes, anhelando verlos. Será la primera vez que lo haga y aún no puedo determinar si estoy más deseosa de contemplarlos a ellos o al bebé que traen para mí. Madre sí los ha visto muchas veces, los ha podido observar en todo día de la Maternidad que ha decidido acudir. Es uno de los privilegios de ser Madre, ese que yo estoy a punto de conseguir.
Madre me ha hablado muchas veces de los dragones y otras Madres me los han descrito siempre que les he preguntado por ellos. Pero yo necesito verlos por mí misma y disfrutar de su sublime estampa voladora. Estoy convencida de que lucirán como magníficos señores de los cielos. Así siempre me los han descrito todas las Madres, salvo Madre Vetusa, ella decía que solo eran demonios con alas.
Madre Vetusa murió el año pasado, en cuanto llegó el frío a nuestra comarca. Era demasiado anciana. En realidad, yo sé que no murió en su choza como nos hicieron creer todas las Madres. Se fue, yo misma la vi caminar hacia el interior del Gran Bosque. Estaba muy cansada de todas nosotras. En su tumba no está su cuerpo, ni siquiera su recuerdo, solo yo la guardo en mi memoria. Ella era la única que me hablaba de los hombres, esos que yo no sabía quiénes eran, los que yo desconocía que existían en este mundo.
—Los matamos, los matamos a todos, cansadas de sus abusos... Aquel oscuro día, la comarca se tiñó de rojo y la sangre de nuestros hombres convocó a los dragones. Vinieron atraídos por nuestro brutal crimen, lo aceptaron como un sacrificio y sellamos con ellos un infame pacto. Pero ellos no son hermosos como todas dicen, son solo demonios con alas. Ni siquiera sé por qué les llamamos dragones. Los dragones de mis cuentos infantiles se mostraban como hermosas criaturas portadoras de suerte. Los dragones reales nunca robarían las niñas de otras regiones a sus verdaderas madres para traérnoslas a nosotras. Son solo monstruos con alas. Pero nosotras superamos su perversidad, permitiendo que esto continúe, negando nuestra culpa, dando la espalda a nuestro cruel magnicidio...
Madre Vetusa pronunciaba siempre su relato con una gran serenidad, pero invariablemente lo culminaba llorando con desconsuelo, como una niña pequeña. Ese llanto me hacía saber que todo lo que contaba solo podía ser cierto, que no eran las locuras de una anciana, como me decían las otras Madres.
—Los hombres se fueron todos juntos un día. Entraron en el Gran Bosque y no volvieron. Nos abandonaron. Pero los dragones tienen misericordia de traer hijas a nuestra comarca para que esta siga creciendo con prosperidad. Mi Madre así me lo contó y antes su Madre—. Yo sabía que Madre no me mentía, solo contaba la historia que le habían contado a ella, me relataba un cuento.
Un día me interné en el Gran Bosque. Fue antes de que se perdiera Vetusa en él. Yo no lo hice con el afán de abandonar a mi gente. Pretendía encontrar a los hombres, aun sabiendo que no estaban allí. Tenía un miedo espantoso, pensaba que podía perderme en cualquier recodo y no sabría volver a mi choza con Madre. Sabía que ninguna Madre habría de buscarme en el Gran Bosque, nadie conocía que mis pasos me habían llevado hasta allí, ni nadie se atrevería a adentrarse entre los árboles oscuros para encontrarme. Yo no buscaba a nadie en concreto y a nadie encontré, salvo a mi propio convencimiento, que ya crecía en mis entrañas, la verdad detrás de los cuentos.
En el interior del bosque pude ver unas bestias salvajes, yo nunca había visto animales como esos. Le pregunté a Vetusa a mi regreso por ellos, ella los nombró como ciervos. Eso es lo que yo pude ver ese día en mi paseo por el bosque, una completa manada de ciervos. Incluso sin saber qué eran, asustada por su naturaleza salvaje, sin conocer si me serían peligrosos, me acerqué hasta ellos. Tenía que verlos de cerca. No pude ponerles entonces nombres, de esos con los que ya alguien los había bautizado en tiempos pretéritos, de esos que yo tanto desconocía. Mi propio mundo era minúsculo y extraño. Y aún sin saber nombrarlos, supe que componían toda una familia de su especie, había varias hembras, algún macho y numerosas crías. Lucían hermosos, en plena naturaleza. Les tuve una envidia infinita, me hicieron sentirme más pequeña y ridícula de lo que creía ser.
Sigo mirando al cielo y dejo que mi nerviosismo gobierne aún más todo mi cuerpo cuando compruebo que unos puntos empiezan a tomar forma en el horizonte. Avanzan hasta nosotras, vienen hacia la cima del monte donde los esperamos. Es el lugar señalado para el encuentro, un sitio sagrado para las Madres. Hasta aquí solo suben Madres para esperar la llegada de los dragones del cielo. Así que esas siluetas que se dibujan en el firmamento solo pueden ser ellos, los dragones.
He contagiado a Madre mi inquietud, trata de disimularla alisando los pliegues de mi clámide blanca, la ropa ceremonial de mi bautizo como Madre. Mi vestimenta está perfecta, pero Madre necesita alejar su excitación.
—Me gustaría que mi bebé se pareciera a mí—le digo, como si las palabras salieran de mi boca distraídamente, sin intención ninguna. Como si no tuviera importancia lo que acabo de decir. Y, sobre todo, como si no encerrara la evidencia que descubre el cuento de las Madres. Madre y yo no nos parecemos físicamente, sería raro, pura casualidad, lo contrario. Madre deja al fin de lustrar mi ropa para contestarme:
—Será una niña preciosa como tú misma lo eres. Y tú serás una gran Madre— ella se calla un segundo antes de seguir hablando, creo que espera que yo le diga lo buena Madre que ella ha sido para mí, pero soy incapaz de pronunciar algo tan sencillo en ese momento— ¿Rezaste adecuadamente todas tus plegarias esta mañana en el templo antes de reunirte con tus hermanas de Maternidad? —. Noto que Madre me lo pregunta con recelo, como si temiera alguna equivocación por mi parte, algo que pudiera alterar mi rito de Maternidad. Se siente un poco dolida por la frialdad con la que la trato desde hace días, lo sé, pero no puedo evitarlo. Yo me limito a asentir con la cabeza y diviso en el cielo la forma ya nítida de los cuatro dragones.
Sus alas son hermosas, armazones de plumas azules que planean poderosas rasgando la perfección del cielo celeste. El resto de su cuerpo no se presenta como extraordinario. Parecen seres como yo, dos piernas, dos brazos, un torso, una cabeza... Aunque su aspecto es más musculado y recio. Visten sólo una especie que pantalones cortos de un color rojo. Una tela lustrosa que les cubre desde la cintura hasta las rodillas.
No distingo sus rostros, están demasiado lejos. Cuando descienden ante nosotras y al fin puedo verlos con mayor detalle por la cercanía, mi curiosidad no se centra en ellos, sino en los bultos envueltos que llevan entre sus manos, traen nuevos retoños para las nuevas Madres, uno es el mío.
En el momento que uno de los dragones me lo entrega, es cuando me permito mirar su cara. Pero su semblante está oculto bajo una máscara roja horrenda. No es un rostro humano, ni de bestia alguna que yo conozca. Es un monstruo lleno de arrugas y surcos salvajes y con dos enormes cuernos negros que le salen allí donde deberían estar las orejas y se retuercen elevándose hasta el cielo. El terror de mis ojos ante semejante visión parece desconcertar al dragón que tengo frente a mí y se despoja de su espeluznante máscara, aquella creada para infundir miedo. Sin la máscara, me ofrece la visión de su verdadero rostro y por un momento permanezco embelesada con los hermosos rasgos de sus facciones y por el cálido azul de sus ojos. Nunca antes vi una imagen humana tan perfecta y tan bella. Solo cuando alarga sus brazos hacia mí y me tiende más cerca al bebé que me trae, aparto de él mi mirada, aún con esfuerzo.
Siento un calor en mis mejillas, como nunca lo había sentido, y un desconocido fuego interno que ha despertado en mí el dragón. Pero decido aparcar todo aquello por el momento y me concentro en contemplar por primera vez a mi bebé. Lo desarropo, apartando la manta que le viste. Veo su desnudez y sonrió al ver sus genitales porque compruebo que sí hice bien mis plegarias de la mañana. Y me alegro de que estas hayan sido escuchadas por mi dragón, ese que me ha traído al que será mi hijo, sin duda un niño precioso. Confío en que yo seré una buena Madre para él.
©Copyright Begoña Pérez Ruiz para Círculo de Lovecraft, Marzo 2019.
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