Ilustración de Mark Witton / Relato publicado en Círculo de Lovecraft nº9.
Por David P. Yuste
Little Boy, fue la bomba que lanzaron los americanos sobre la ciudad de Hiroshima y que junto a la de Nagasaki, puso fin al conflicto que mantenían con los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Se calcula que la primera de ellas destruyó dos terceras partes de la ciudad, y mató al instante a ochenta mil personas.
Los que sobrevivieron ya no parecían humanos. Los bautizaron “hombres caimán que caminan como hormigas”, un término cruel pero que por desgracia se ajustaba terriblemente a su aspecto. Toda la piel de sus cráneos se había quemado y se habían quedado sin ojos ni nariz. Sólo asomaba un pequeño orificio donde antes había estado la boca. No podían gritar pese a sus terribles heridas. Tampoco hablar. Pero los sonidos que emitían eran más terribles que cualquier otro chillido que pudiera producir ningún ser conocido sobre la faz de la tierra. Esos pobres desdichados, conocidos como “hombres caimán” murieron pocas horas después.
1
—¡Guau, menudo pepinazo!— dijo asombrado el Capitán Lewis, sin pararse a pensar demasiado en lo que decía cuando vio el hongo emerger desde el caldero burbujeante en el que se había convertido la ciudad.
Robert Lewis había sido asignado como copiloto de la misión a bordo del Enola Gay. Las instrucciones eran muy claras, lanzar aquel artefacto sobre la ciudad de Hiroshima, Japón. El objetivo: disuadir al enemigo y sacarlo de un plumazo de la contienda.
El Coronel Tibbets, piloto de la misión y Comandante al mando, miró seriamente a su compañero.
—¿No pensarás escribir eso en tu diario de vuelo, verdad? No creo que sea políticamente correcto— el tono de su voz denotaba cierto reproche.
—Tienes razón. Lo siento. Me he dejado llevar por la emoción. Si te parece bien, creo que anotaré la frase “Dios mío, ¿Qué hemos hecho?”
El Coronel asintió en silencio sin dejar de mirar el hongo que seguía ascendiendo en una combinación de tonalidades imposibles.
El resto de la tripulación se mantenía en sus puestos. Era difícil saber que pasaba en ese instante por sus cabezas. Un total de doce especialistas incluyendo a los pilotos, entre los cuales contaban operadores de radar, ingenieros, bombarderos y otros puestos de similar categoría, habían sido elegidos para garantizar que la misión tuviera éxito.
Durante un largo rato, se hizo el silencio en la nave.
Esa madrugada del nueve de agosto cuando despegaron de la pequeña isla de Tinian, pocos conocían la magnitud real de lo que acontecería horas después.
—¿Y ahora qué, Coronel?
—Seguimos órdenes. Nuestro trabajo ha concluido. Volvemos a la base. Informa a los bombarderos que nos siguen que regresamos.
Lewis obedeció y radio en mano se dispuso a transmitir las instrucciones.
Un torbellino de luz tan potente como si un millar de focos apuntaran directamente hacia ellos lo inundó todo, cegando momentáneamente a los dos tripulantes de la cabina. Si hubieran sido capaces de ver desde fuera el B-29 en el que viajaban, habrían jurado que se trataba de un ascua gigantesca que se proyectaba en el aire, en lugar de un bombardero de reluciente fuselaje.
Los mandos y los aparatos de medición comenzaron a fallar y una interferencia chirriante y aguda se interpuso bloqueando la frecuencia del canal. El Enola Gay comenzó a perder altura mientras sus pilotos luchaban por mantenerlo en el aire. El Teniente Jacob Beser, que era el oficial de contramedidas electrónicas irrumpió a la carrera.
—¿Qué ocurre Coronel?— preguntó preocupado.
—Una avería generalizada. ¡Haga algo! Nuestras vidas dependen de ello.
No hizo falta que dijera nada más. El hombre desapareció nuevamente, mientras el Capitán Lewis miraba a su compañero sabiendo que aquello se salía de los parámetros convencionales. Un sonido ahogado les confirmó lo que más temían. Los cuatro motores del bombardero acababan de pararse al unísono.
Desde detrás de sus asientos escucharon órdenes inconclusas. Luego todo fue caos. Gritos, carreras y mientras tanto un descenso en picado que a duras penas conseguirían enderezar.
Minutos después, el Enola Gay yacía inerte sobre su panza en terreno desconocido y con serios daños estructurales.
2
Lewis fue el primero en recuperar la consciencia. Se sentía confuso y algo mareado. Miró asombrado a través del enorme agujero en el que debían estar los mandos y el resto del instrumental. Era un milagro que siguiera con vida. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que se estrellaron? Intentó recomponerse y lo siguiente que hizo fue intentar reanimar al Coronel Tibbets, que además era la persona de mayor rango. Cuando por fin consiguió que abriera los ojos descubrió en su rostro la misma expresión de estupefacción que debía haber tenido momentos antes él mismo.
—Lo sé. Yo he pensado lo mismo. Aun no entiendo como seguimos de una pieza. Debemos actuar, y rápido. Es probable que estemos en suelo enemigo Coronel.
—Tiene razón. Reúne a los muchachos y valoremos nuestras opciones. Está claro que no podremos regresar a casa en este maldito cacharro.
En ese momento, entró el Capitán William Parsons —al que todos conocían como Deak— visiblemente alterado. Junto a Morris, fue el encargado de que la detonación de la bomba tuviera éxito. Sin ellos la misión nunca podría haberse llevado a cabo.
—¡Coronel, han desaparecido!
De nuevo la confusión pareció reinar por un instante en lo que quedaba de la cabina.
—¿De qué diantres estás hablando, muchacho?
—Ni Theodore ni Jacobs están. ¡Han desaparecido!
—Eso no es posible. ¿En qué estado se encuentra el resto del avión? Tal vez los perdiéramos durante el accidente. ¿Has comprobado si falta alguien más?
—Eh… No lo sé, señor.
—¡Pues a qué está esperando! Recuento de toda la tripulación. Capitán Lewis acompáñelo. Seguimos con el plan establecido. Debemos salir de aquí lo antes posible. Si descubren nuestra posición seremos un blanco fácil.
—A la orden.
Cinco minutos después, lo que quedaba de la tripulación yacía en tierra junto a dos cajas. Una de ellas escondía varias armas y la otra algo de munición. Nada de víveres, salvo algunas cantimploras vacías y un par de linternas. La misión no había sido desarrollada para que en una situación como esa tuvieran que sobrevivir al enemigo. A pesar de ello, alguien había tenido la decencia de aprovisionarles con algunos, aunque escasos recursos. Tras el recuento inicial faltaban cinco de los componentes de la misión. Eso hacía un total de siete supervivientes, al menos hasta conocer el paradero de los desaparecidos.
¿Pero a donde habían ido? Sabía que no se adentrarían solos en suelo enemigo. Y tampoco era válida la hipótesis de que hubieran sido capturados. Si ese fuera el caso, en ese momento todos correrían la misma suerte.
—Señor, tenemos que dar con ellos. No deben de andar muy lejos.
—¡Y una mierda! ¿Es que quieres que nos maten a todos?— respondió el soldado Nelson, operador de radio y que era el de menor rango de cuantos se encontraban allí.
—¡Cállense todos! Aquí soy yo quien da las órdenes— dijo Tibbets poniendo de manifiesto su rango. —Cogeremos esas Thompson y buscaremos a nuestros compañeros. No nos queda otra opción. Luego, trataremos de encontrar una radio desde la que pedir ayuda. La del Enola Gay es historia.
Nadie respondió, pero en sus rostros se notaba el manifiesto desacuerdo de algunos de ellos después de las nuevas instrucciones.
Un sonido horrible que no se parecía a nada que hubieran escuchado antes, provocó el nerviosismo generalizado entre los hombres Un par de ellos se apresuraron a abrir las cajas y coger las armas, acto que enseguida secundó el resto del pelotón. Se podía palpar el miedo entre los hombres. Comenzaba a anochecer y si no buscaban refugio pronto quien sabe qué podría ocurrir.
En ese momento, alguien apareció desde detrás de los restos del bombardero. El primero en verlo fue el Teniente Morris. Éste dio un brinco al ver la sombra que se aproximaba, una silueta tan oscura como el betún que usaban para dar lustre a sus botas de campaña. Era imposible apreciar rasgos ni distintivo que lo identificara. El resto enseguida tomaron posiciones apuntando a la figura que se acercaba.
—No disparen. Va desarmado. Esperen mis órdenes— dijo Tibbets temiendo que fuera uno de sus hombres.
Pero se equivocaba. Alguien encendió una linterna y lo que vieron hizo que un profundo terror llenara cada espacio de sus corazones. Un ser con la piel desgarrada como si hubiera sido asado a fuego lento avanzaba despacio hacia ellos. En su cara no había ni ojos ni nariz, salvo un pequeño orificio que recordaba ligeramente a una boca. Tenía el pecho extrañamente inflamado, como si un rodamiento de grandes dimensiones se alojara en su interior.
—¡Jesús, María y José! ¿Qué diablos es eso?— profirió espantado uno de los hombres.
Esas palabras bastaron para que aquella criatura se activara. Toca la quietud que lo había acompañado se tornó en violencia y velocidad. El abultamiento de su pecho se abrió por la mitad como un melón maduro y de su interior asomó el iris de un gran ojo cubierto de capilares venosos que los escrutaba. Aquella cosa dio un salto y se encaramó al lateral desvencijado del avión. Los hombres apuntaron en su dirección. No tardaron en sonar los primeros disparos. El resplandor que producían las armas con cada detonación los cegaba momentáneamente perdiendo de vista a la criatura. Ni una sola de las balas acertó sobre su cuerpo deforme y acartonado. Un nuevo salto y antes de que pudiera escabullirse, el ente cayó pesadamente sobre la espalda del Capitán Deak. Aquella cosa clavó sus zarpas de uñas agrietadas y purulentas en los hombros del infeliz. Deak profirió un grito lastimero y trató de disparar sin éxito alguno, ya que las balas se perdieron en el aire. El resto apuntaba sin atreverse a abrir fuego. Nelson, el soldado más joven y de menor rango, no dudó en correr hacia ellos y con la culata de su subfusil golpeó violentamente el cuerpo de aquella cosa. Lejos de verse afectado, el ser humanoide giró su torso de una forma que le hubiera resultado imposible a cualquier humano, y sin soltar a Deak se enfrentó a él. Del borde exterior de aquel ojo gigantesco, emergieron unas vellosidades tan gruesas como tentáculos que le aprisionaron el cuello amenazando con introducirse por los orificios de su cabeza. Un único disparo restalló en medio de aquel caos. La bala impactó de lleno en el cráneo del ser, haciendo que parte de su cabeza desapareciera mientras que su cuerpo impactaba contra el armazón del Enola. El tirador había sido Lewis, el copiloto de la nave, que en un alarde de sangre fría calculó sus posibilidades y arriesgó la jugada. Por suerte no falló. Tanto Deak como Nelson se desplomaron juntos en el suelo.
Cuando parecía que todo había terminado, escucharon lo que parecían un centenar de “gritos” —si es que podían catalogarse como tales— idénticos al que habían oído cuando aquel ser apareció.
Tibbets volvió a tomar el control de la situación y ordenó al grupo que recogieran a los heridos a toda prisa. Había que salir de allí de una forma u otra. Cuando uno de los soldados se acercó a Deak, comprobó que estaba muerto. Unas quemaduras ulceradas y terribles habían aparecido donde la criatura había clavado sus garras.
—No hay nada que podamos hacer por él. Recojan sus armas y al soldado Nelson. ¡Nos marchamos!
Al pasar junto a su copiloto de vuelo le palmeó suavemente el hombro en un gesto aprobatorio.
La tropa obedeció y juntos se encaminaron a través de una densa y oscura bruma hacia el interior de la zona boscosa y rocosa que se abría ante ellos. Desde la cabina del Enola Gay, antes de que todo se torciera, le había parecido ver un pueblo no demasiado lejos. Tal vez allí tuvieran una oportunidad. Toparse con un grupo de japoneses armados en ese momento era mejor que volver a cruzarse con otra de aquellas cosas.
3
Cuando llegaron, descubrieron que el poblado estaba abandonado. O al menos eso era lo que aparentaba. A pesar de ello, bajo la luna llena se veía hermoso. Un paraíso rodeado por arroyos, montañas y algunos acantilados.
Los hombres avanzaron lentamente sin bajar la guardia en ningún momento. De la compañía inicial encargada de la misión tan solo quedaban seis. Uno de ellos hizo un pequeño gesto de cabeza que no se le escapó a Tibbets. A través de las ventanas de una de las casas cercanas se filtraba hacia el exterior algo de luz. Sin hablar en ningún momento, el Coronel al mando hizo señas a la tropa y ocuparon posiciones. Si la casa era habitable, tenían intención de tomarla y hacerse fuertes en ella hasta que llegara el día. No habían dado ni diez pasos cuando la puerta se abrió de golpe y un hombre de aspecto corpulento que aparentaba poco más de cuarenta, se interpuso entre ellos y la entrada portando a dos manos una katana en una actitud claramente hostil.
— ¿Anata wa daredesuka, anata wa koko de nani o shite imasu ka?
Los hombres se miraron confundidos. Ninguno de ellos hablaba japonés, por lo que no sabían que decía aquel hombre que les desafiaba con su voz grave y gutural.
Tibbets ordenó con un solo gesto que conservaran la calma. A continuación se dirigió a aquel hombre. Sus rasgos y sus ojos, duros como el metal que portaba le dijo que debía de ser precavido.
—No queremos haceros daño. Necesitamos comida y cobijo.
La expresión de aquel hombre se convirtió en una máscara de pura sorpresa. Tras unos segundos volvió a hablar.
—¿Ustedes americanos? ¿Qué hacer aquí en pueblo Akiota? ¿Venir ayudar?
En ese momento, el Coronel Tibbets se mostró igual de impresionado. No sabía que era lo que causaba mayor desconcierto, que aquel hombre hablara su idioma, o que pensara que estaban allí para socorrerlos.
—Estamos aquí para ayudaros. ¿Podemos pasar?— mintió.
El semblante del guerrero japonés cambió. Bajando la espada, les hizo un gesto con la mano que acompañó con un escueto “Hai”.
Al entrar, se toparon con una mujer y dos niños frente a una pequeña lumbre. La mujer en un acto reflejo y no sin cierto temor, se echó hacia atrás todo lo que pudo mientras abrazaba a sus dos pequeños. El hombre, que debía ser el cabeza de familia, dijo unas palabras en japonés que parecieron tranquilizarla y confundirla de igual manera.
Aquel hombre les hizo gesto para que se pusieran cómodos y volvió donde su mujer. Tras varios minutos de conversación, ya más calmada, volvió a su actitud inicial, mirando con cierta curiosidad a los hombres occidentales que compartían ahora su hogar.
Una vez, todos sentados alrededor del fuego, la mujer les ofreció un tazón de algo que parecía sopa. Los soldados agradecieron aquel gesto con sinceridad. Mientras, el Coronel Tibbets se sentó deliberadamente junto al varón. Estaba decidido a averiguar cuanto le fuera útil para escapar de allí con vida.
—¿Dónde estamos? ¿Y quién es usted? ¿Por qué están solos en este pueblo, y lo más importante, a donde han ido todos?
El hombre pareció meditar un instante, como si intentara reconocer las palabras y respondió en la misma lengua de su interlocutor.
—Mi nombre Hattori Kenzo, jefe de la aldea. Como decir antes, este pueblo Akiota. Mi familia y yo resistir. Mujer Ikaru, hija mayor Nyoko. Pequeño hijo Ryunosuke, sólo cinco años. Yo lucho por ellos.
El Coronel volvió a repetir la pregunta una vez más.
—¿A dónde han ido todos?
Su rostro pareció denotar cierta tristeza. Solo dijo una palabra. Suficiente para que Tibbets entendiera su significado.
—Shinda (muertos).
Tibbets dejó al hombre con sus pensamientos. Era crucial averiguar qué pasaba allí, pero tampoco quería atosigarlo. ¿Podía la bomba haber provocado aquello? Echó una rápida mirada a los soldados. Parecían relajados por primera vez desde hacía horas. El sargento Shumard incluso se había animado, siempre con el permiso de la madre, y jugaba a hacer cucamonas al pequeño de la familia, olvidándose por un momento que estaba bajo techo enemigo. El único que parecía absorto en sus pensamientos y se mantenía apartado de los demás era el soldado Richard Nelson. En parte pensó que era comprensible, así que lo dejó estar.
—Hattori, ¿Qué es lo que ha ocurrido aquí? ¿Por qué están todos muertos? Necesito que me lo cuentes todo para comprender.
Tras un largo suspiro, aquel japonés corpulento y que parecía haber sido un soldado en otra vida, respondió en un inglés bastante fluido. Omitió por ejemplo que era mucho mayor de lo que aparentaba. También obvió que había luchado en la Primera Guerra Mundial y que fue allí donde le aleccionaron en el idioma en el que mantenían ahora aquella conversación.
—De eso ya pasado un año.
Tibbets se mostró incrédulo. Si aquello era así, ¿Cómo se las habían apañado para sobrevivir tanto tiempo con aquellas cosas acechándoles?
—Cuéntemelo todo, Hattori. Por favor.
El hombre se acomodó en un cojín sobre el que permanecía arrodillado y se dispuso a narrar su historia.
—Hai. Está bien. Como decir, empezó hace un año. Luz grande, fuerte, que dañaba ojos incendió el cielo. Nosotros asustados. Pero no ocurrir nada. Todo normal, todo igual. Luego, otoko, onna, hitobito, kazoku… perdón. Hombres, mujeres, todas personas y familias desaparecer. Cosas extrañas ocurrir. Después monstruos hacer resto. Aparecieron una noche. No saber que son. Mataban o se llevaban a personas. Nos defendimos, pero demasiados. Los que quedaron en pueblo, locos o suicidarse. Sus cuerpos en bosque colgados de cuello. Mejor no ir ahí. Sus Yürei… fantasmas, allí. Muy enfadados.
Tibbets no era capaz de asimilar lo que aquel hombre le estaba narrando. ¿Pretendía hacerle creer que había transcurrido todo un año desde que lanzaron la bomba? ¿Qué eso había desatado el infierno en el que se encontraban? No podía creerlo. Sin duda, o aquel hombre se había vuelto loco o trataba de engañarle.
—Hay más. Yo ocultar kazoku… familia. Ellos no encontrar. Desde entonces aquí. Noche segura, durante el día mejor esconder.
—¿Y qué hay de la ciudad de Hiroshima?— lanzó a bocajarro el Coronel intentando descifrar la verdad oculta.
—Igual en todos lados— dijo al fin. —Allí incluso peor. Ciudad bien, no tanto personas. Fuimos toda familia, pensamos a salvo gran ciudad. Equivocados. Casi no salir de allí con vida. Demonio habita y atrae a los monstruos. Joro-Gumo, peor de los Akuma. Convierte en mujer y atrae personas. Después ya no es mujer, sino araña y alimenta de ellos. Algo extraño, monta nido en edificio. Yo ver con mis ojos. Allí clavado en suelo algo parecido a bomba. Parece que vigila. No saber muy bien por qué.
Aquello era absurdo. Ahora trataba de convencerlo de que una bomba, posiblemente la que habían lanzado ellos mismos se encontraba sin detonar en el centro de Hiroshima, y que era custodiada por un demonio y un séquito de seres que parecían salidos del mismísimo infierno. Todo aquello carecía de lógica. Sin embargo, había algo que no podía refutar. Había visto a aquellas cosas.
—¿Y por qué no habéis intentado escapar hasta ahora de la isla?
—Muchos intentar. Ninguno conseguir. Isla bajo Shinsu… maleficio. Demonio no dejar. Única opción acabar con Joro-Gumo. Esa única salida.
Las palabras de Hattori hicieron mella en el ánimo del Coronel. Así que era cierto que no había escapatoria. No sabía cómo, pero lo había sentido desde que tocaron tierra.
—Es demasiada información. Ahora mejor descansemos. Mañana decidiremos que hacer.
—Hai. Mi casa es tu casa. Poner cómodos.
Mientras terminaba la frase, un alarido les llegó desde el exterior haciendo reales sus peores pesadillas.
4
El Sargento Shumard, segundo ingeniero de vuelo, se había escabullido afuera de la casa mientras los hombres hablaban largo y tendido. Nadie se había percatado de ello. Pasar desapercibido era una habilidad que había adquirido desde muy temprana edad. Necesitaba tomar el fresco. Aquel espacio era asfixiante y el ambiente estaba demasiado enrarecido.
Pensando en todo esto, empezó a caminar y sin darse cuenta llegó hasta la arboleda en la que se acababan las casa. Sintió la necesidad de vaciar la vejiga, por lo que se situó frente a uno de aquellos árboles. No había escuchado la historia del padre de familia. De otra manera se habría percatado de los cuerpos resecos que crujían y se mecían sostenidos de las ramas más altas gracias a las sogas que ellos mismos habían confeccionado para quitarse la vida. Cuando estaba a punto de darse la vuelta algo acaparó toda su atención. Estaba seguro de que aquello no era más que una curiosa aunque realista casualidad. En la parte más abultada de la corteza del mismo árbol frente al que se encontraba, la caprichosa naturaleza había creado lo que parecía ser un rostro. Aunque sabía que no era más que una coincidencia, no pudo evitar sentir un escalofrío que le hizo temblar de la cabeza a los pies. Se acercó unos pasos con la intención de examinarlo con más detalle. ¡Era algo increíble! Casi parecía haber sido tallado en la corteza con una técnica mágica y desconocida. Si hasta podían apreciarse los pliegues de los párpados que se mantenían cerrados en un perpetuo descanso. Dio otro paso. Al hacerlo trastabilló y se apoyó en el tronco para evitar caer de bruces sobre el charco que él mismo había creado. Al volver a levantar la mirada comprobó aterrorizado que aquellos ojos estaban ahora abiertos y lo contemplaban como si fueran dos brasas ardientes. Intentó apartarse y comprobó que su mano se había hundido parcialmente en la madera, fusionándose con ella. Una oleada de pánico le invadió. Bajo aquellos ojos que lo escrutaban asomó una sonrisa que mostraba una hilera de dientes que no eran sino trozos de madera y astillas. Luchaba desesperado por deshacerse de la presa, pero era inútil. Mientras que el tronco iba absorbiendo su esencia y lo atraía hacia su interior, dos brazos también del mismo material lo abrazaron dolorosamente hasta hacer que su rostro quedara mimetizado con la corteza que ahora expulsaba una densa y oscura sustancia más parecida a la sangre que a la savia. Su último aliento lo empleó en emitir un potente grito de desesperado dolor. Era tarde. Nada ni nadie podría ya salvarlo.
5
Tibbets comenzó a dar órdenes rápidas y precisas. Había que salir para ver qué era lo que ocurría. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que algo no iba bien.
—¿Dónde diablos está Shumard?— quiso saber el Coronel que ya se temía lo peor.
Fue el Sargento Caron, artillero de cola, quien respondió.
—La última vez que lo vi dijo algo de que le faltaba el aire. Se levantó y estuvo hurgando justo en esa habitación.
Todos miraron hacia el espacio que señalaba el artillero y comprobaron que había una pequeña puerta trasera. El cerrojo estaba fuera de su sitio.
—¡Maldito imbécil!— masculló el Coronel al mando visiblemente alterado. —Hay que salir a buscarlo. Jeppson, Caron. Vosotros venís conmigo. Capitán Lewis, usted quédese aquí con el Sargento Nelson y protejan la casa.
Para su sorpresa se encontró con una fuerte resistencia por parte de Hattori.
—¡Nai!— fue cuanto dijo. Su voz volvía a ser grave y enérgica.
—¡Quítese de en medio! Es uno de mis hombres el que está ahí fuera.
—Nai— volvió a repetir. —Tarde para su hombre. Bosque atraparlo. Él shinda.
Ambos hombres se miraban fijamente. Ninguno parecía cejar en su decisión.
—No lo volveré a repetir. Tengo que intentarlo. ¿No lo comprende? Es mi responsabilidad.
—Quizás, tenga razón Coronel. Shumard nunca debió salir ahí fuera— fue Caron quien cuestionó aquella orden.
—¿Está negándose a cumplir con su obligación, Sargento?
En ese momento Ikaru, abrazada a sus dos hijos se situó junto a su marido. Comenzó a decir algo inteligible en japonés.
—Mi mujer tener razón. Esto ya pasar antes. Nosotros querer no ocurrir, pero soldado muerto. Ustedes protegen familia. No querer a ustedes ocurra igual.
—Hágale caso Coronel.
Tibbets apretó los puños resignado y finalmente no tuvo más remedio que resignarse.
—Malditos cobardes— fue todo cuanto dijo mientras se daba la vuelta. —Ahora todos a dormir. Mañana tendremos que preparar un plan si queremos escapar de este maldito lugar.
Todos acataron la orden sin rechistar.
Hattori fue el último en dormirse. Durante un buen rato no le quitó el ojo de encima al Coronel. Algo le decía que podía contar con él para sacar de allí a su familia, pero por otro lado dudaba mucho de las verdaderas intenciones que le habían llevado hasta allí.
La noche fue larga, y los soldados, incluido Tibbets apenas pegaron ojo.
A la mañana siguiente todavía les aguardaba otra desagradable sorpresa.
6
Cuando despertaron Tibbets ordenó reunir a la tropa. Hattori Kenzo ya estaba en pie y su esposa preparaba una infusión a base de hojas para llevarse algo caliente al estómago.
El soldado Nelson fue el único en no responder a la llamada. Cuando acudieron al rincón en el que seguía acurrucado descubrieron que ya no estaba con ellos. Un olor a almendras amargas se derramaba todavía a través de sus labios. Su cuerpo mostraba signos de haber sufrido terribles espasmos y sus pupilas, dilatadas al extremo delataban su terrible final. Finalmente había tomado la vía más rápida para huir de allí: la píldora de cianuro.
Fue un duro mazazo para los que aún seguían con vida. Poco podían hacer por el desdichado, salvo cubrirlo con una especie de manta raída que Kenzo les dejó.
—¿Qué vamos a hacer ahora? Estamos cayendo como moscas.— era Lewis quien le hablaba a Tibbets, que se las había apañado para arrastrarlo discretamente a un rincón.
—No tenemos muchas opciones. Ya oíste anoche a Hattori. No hay forma de escapar…
—¡Eso no lo sabemos! ¿Y si se lo ha inventado para retenernos aquí?
—Robert, nos han dado cobijo, han compartido el poco alimento que tenían con nosotros. ¿Qué ganaría con eso? Además, le he dado mi palabra. Saldremos todos de aquí. De una forma u otra.
—¿Estás de broma? Son unos malditos japos…
—Ahora mismo, todos estamos en el mismo bando. ¿O acaso ya no recuerdas aquellas cosas?
Lewis guardó silencio sin saber que más decir para convencerlo.
—Sólo nos queda una cosa por hacer. Si Hattori está en lo cierto, tarde o temprano darán con nosotros. Hay que atajar el problema de raíz.
—¿Y cómo piensas hacerlo? Te recuerdo que tan sólo somos cuatro.
—He tomado una decisión. Esperaremos a que caiga la noche e iremos al nido. Ellos vienen con nosotros. Tal vez así tengamos una oportunidad. Si es cierto lo que dice este hombre, salir ahora sería un suicidio.
—Estás loco…
—Tan solo quiero sobrevivir para volver a casa con mi esposa. Salimos en cuanto el sol comience a ocultarse tras las montañas.
El tiempo avanzó despacio. Se deslizaba lento y perezoso como si supiera lo que se avecinaba.
Cuando el sol estuvo suficientemente bajo, la singular compañía formada por cinco hombres, una mujer y dos niños, avanzaron poniendo rumbo a la ciudad. Durante todo el trayecto se hizo palpable el nerviosismo que reinaba en el grupo. Hattori mientras tanto iba en cabeza con su espada siempre preparada. Tibbets había decidido ir el último para evitar sorpresas.
Tras un par de horas de caminata, llegaron a su objetivo. Tibbets se mostró visiblemente perplejo. Desde el Enola Gay vieron el efector devastor de la bomba y como la ciudad era arrasada. En cambio, los edificios se mostraban erguidos y orgullosos, y salvo por la maleza, todo parecía mantenerse de una pieza.
Tibbets se dirigió a Hattori para ver que paso era el siguiente.
—¿Y bien? ¿A dónde nos dirigimos?
—Debemos cruzar río. Al otro lado edificio. Dentro bomba y nido de demonio.
—¿Estás seguro de saber lo que haces?
El hombre, mostrando de nuevo una fuerza de voluntad colosal asintió.
—Hai.
—De acuerdo entonces.
El Coronel dio la orden de marchar. Aunque disponían de linternas avanzaban a oscuras. No debían delatarse antes de tiempo.
Cuando habían cruzado la mitad del puente, Tibbets ordenó hacer un alto. Desde su posición era imposible ver el agua que serpenteaba traviesa bajo sus pies. Si el enemigo decidía emboscarlos, desde luego no tendrían forma de escapar. Estarían atrapados. La única opción sería saltar al agua, y no quería imaginarse que criaturas podrían encontrar ocultas en ellas.
Reanudaron la marcha y enseguida llegaron al edificio. Habría pasado inadvertido si no fuera por los daños estructurales que muy probablemente había provocado el artefacto en su descenso. Los soldados esperaban pegados a los muros de piedra sin atreverse a dar el siguiente paso. En realidad, no habían elaborado un plan como tal. Su estrategia consistía básicamente en llegar hasta aquel demonio mitad mujer, mitad araña, y acabar con todo cuanto se encontraran a su paso. Algo descabellado y quizás demasiado desesperado. Pero todo cuanto podían hacer.
Tibbets se asomó a una de los enormes ventanales. Allí estaba tal y como había temido Little Boy. En aquella extraña dimensión permanecía intacta y parcialmente enterrada en un pequeño cráter y cubierta por un puñado de escombros. Alrededor de ella como había sospechado descansaban, en apariencia inertes. No había ni rastro en cambio de su reina. Aquel demonio o lo que fuera, no se encontraba allí. O tal vez permaneciera oculta y protegida, conocedora por algún extraño sortilegio de sus intenciones. Un último detalle llamó poderosamente su atención. Del techo colgaban enormes sacos que parecían estar hechos de algún tejido sintético. Sabía de sobra lo que ocultaban. Prefirió apartar ese pensamiento de su mente.
Con un gesto de su mano, ordenó a su pelotón que se situaran en puntos estratégicos y tuvieran preparados los subfusiles. Luego miró a Kenzo y este asintió. Su mujer y sus hijos, se resguardaron detrás de un grueso muro entonando una oración “Kami-sama dōka otasuke kudasai” (Dios, ayúdame de alguna forma, por favor).
Ambos entraron intentando hacer el menor ruido posible. Debían localizar a aquello que Hattori llamaba Joro-Gumo. Dieron varios pasos en silencio hasta llegar al centro de aquella habitación diáfana salvo por varios pilares que sustentaban y mantenían en pie los pisos superiores sobre sus cabezas. Un leve crujido bajo su pie hizo que se detuviera al instante. ¡Mierda! Pensó. Debía haber pisado un fragmento del techo que yacía desperdigado sobre el suelo de mármol ahora deslucido. Un par de las criaturas se movieron, pero enseguida volvieron a su posición.
—No lo comprendo— susurró Tibbets. —Si protegen al demonio, ¿por qué están todos alrededor de la bomba?
—Tal vez estuviera equivocado y esa sea la verdadera fuente de poder de estas criaturas. A lo mejor el Joro-Gumo lo necesita para seguir manteniéndose en este plano.
—Eso no tiene lógica. Eso es un arma atómica. Qué clase de ser…
Al escuchar estas palabras, Hattori frunció el ceño. Tibbets se dio cuenta de que había hablado demasiado.
—¿Cómo sabes eso?
En sus ojos pudo ver reflejada la verdad.
—¡Vosotros! ¿Ser culpables de todo…?
El guerrero nipón apretó con fuerza su katana. En su rostro se podía leer el odio que empezaba a incendiarle y que ascendía desde lo más hondo de sus entrañas.
Sin embargo, no tuvieron tiempo para mucho más. Algo irrumpió en su campo de visión. Una mujer con un traje ceremonial y terriblemente hermosa avanzaba directamente hasta ellos.
—Es ella. Prepárate.
Y con estas palabras comenzó a caminar en dirección de aquella belleza oriental. Tibbets dudó unos segundos, luego cambió la posición de disparo y lo siguió.
El rostro de la mujer se tornó en una mueca grotesca y se elevó en el aire mostrando su verdadera cara. Todas las criaturas allí arremolinadas imitaron su gesto y se levantaron como marionetas tiradas por unos hilos invisibles.
—¡Ahora!— gritó Tibbets.
Un centenar de balas llegaban desde varios puntos al amparo de las linternas. Las primeras no lograron su objetivo, pero enseguida contra los maltrechos cuerpos. Aquel único ojo que portaban comenzaba a abrirse, y con ello a salir de su letargo.
—¡Vamos, rápido!
Tibbets y Hattori corrieron hacia la mujer que ahora mostraba su verdadero rostro, el de un arácnido humanoide que se movía endiabladamente rápido buscando una oportunidad. Hattori se lanzó con la espada dispuesta a ensartarla. Una pata peluda y grotesca como una garra golpeó en su hombro y lo lanzó de espaldas sobre los cascotes. Las balas seguían volando y los seres se aproximaban hacia el origen de estas. Tibbets por su parte comenzó a lanzar ráfagas corta contra la criatura que parecía inmune a las balas. Un único pensamiento atravesó como una lanza candente su mente. Estaban perdidos.
El pequeño de la familia corrió hacia adentro llamando asustado a su padre. Estaba peligrosamente cerca de los seres. Su madre corrió en su ayuda mientras la niña la seguía de cerca. Hattori gritó y maldijo. Aullaba que salieran de allí en su lengua. Se lanzó en su dirección golpeando con su espada a todo ser que encontraba. Los soldados desde sus posiciones intentaron darle cobertura, pero era inútil. A duras penas consiguieron retenernos y al final, cayeron presa de las criaturas. Hattori lanzó un alarido desesperado. Cuando llegó hasta ellos. Cortó, apuñaló y despedazo. Pero era tarde. Su familia yacía con graves quemaduras en el suelo y prácticamente irreconocibles.
Tibbets mientras tanto seguía disparando tratando de encontrar el punto débil de aquel demonio sin demasiado éxito. Casi lo tenía encima. Lewis fue el primero en caer. Los tres soldados habían entrado intentando ganar terreno al enemigo. Sin embargo de nada sirvió. Dos monstruosidades se lanzaron sobre él y ese fue su fin. Hattori mientras tanto acariciaba la cabeza de su hijo menor. Una única lágrima rodó por su mejilla. Emitió un grito desgarrador y embistió llevándose por delante a todo el que osaba interponerse en su camino. Otro de los soldados, el Sargento Caron, cayó presa de los tentáculos de una de las criaturas. Éstos empezaron a hurgar con violencia adentrándose por su garganta. Un chorro de sangre salió despedido de su pecho que fue absorbida por el polvo del suelo. Su arma se disparó, y a punto estuvo de impactar en la bomba. El demonio entonces desvió su atención hacia el objeto. Tibbets al fin lo comprendió. Tal como había supuesto Hattori, la bomba era su fuente de poder. Con un grito desesperado llamó Teniente Morris.
—¡Morris, tienes que activar la bomba!
—¿Qué? ¡Está loco! Moriremos todos.
—Lo haremos de todas formas. Confía en mí. Yo te cubro. ¡Hazlo ahora!
El hombre corrió hacia ella mientras que Tibbets montaba su último cargador. Hattori seguía lanzando golpes como si acabar con todos aquellos malditos seres fuera lo único que le importara.
Tibbets por su parte, comenzó a disparar contra el demonio para atraer su atención.
Mientras Morris conseguía abrir el compartimento de Little Boy y accionar su dispositivo para la detonación, Hattori caía como resultado de las muchas heridas que había recibido en la refriega. Tibbets en cambio, había sido apresado por aquella cosa que apretaba con sus patas con fuerza y se preparaba para lanzar un mordisco mortal. Ambos hombres se mantuvieron conscientes hasta que una luz cegadora lo inundó todo.
Luego la nada más aterradora y absoluta.
7
Cuando Tibbets volvió a abrir los ojos, se encontraba nuevamente en el Enola Gay. Junto a él Lewis le miraba con un gesto de genuino asombro. No hizo falta decir nada más. De pronto, la radio comenzó a sonar. Era una transmisión proveniente de uno de los dos bombarderos.
Estos preguntaban confundidos sobre lo ocurrido. Al parecer, los habían perdido durante diez, puede que quince minutos. Ni en los radares ni a través del campo visual lograban dar con ellos. Y justo cuando estaban a punto de volver a la base e informar de lo ocurrido, así sin más volvieron a aparecer.
Ninguno de los dos supo que responder.
Antes de regresar a tierra, Tibbets se reunió con los muchachos. Allí estaban de nuevo los doce. Cuando llegaron a la conclusión de que nadie creería lo que les había sucedido, decidieron hacer un pacto de silencio que les acompañó hasta el día de su muerte.
8
El Coronel Paul Tibbets no mostró jamás remordimientos ni arrepentimiento alguno. Y todo eso pese a la posterior experiencia vivida junto a sus once compañeros. O al menos, eso fue lo que siempre manifestó a la prensa.
Sin embargo, esa mañana se encontraba en el Parque Conmemorativo de la Paz (Hiroshima Heiwa Kinen Kōen) que se había erigido en la ciudad que él mismo había bombardeado. En silencio contemplaba como encendían por primera vez la llama que permanecería brillando durante décadas en honor de las víctimas de aquella barbarie hasta que el peligro nuclear fuera borrado de la faz de la tierra para siempre. Fueron muchos los años que estuvo tentado de hacer aquel viaje, pero hasta ese momento jamás se había atrevido. El objetivo de aquella travesía era encontrar a la familia Kenzo.
Tan sólo encontró a una persona que le fue de ayuda y la información que le facilitó cayó sobre él como un jarro de agua fría. Tras un viaje en tren hasta el pequeño pueblo en el que recordaba haberlos visto por primera vez, halló a una anciana que parecía acumular décadas de sabiduría que se manifestaban en forma de arrugas y pliegues a lo largo y ancho de su cansado rostro. Esta mujer le hizo saber que la familia Kenzo estaba ese fatídico día visitando la ciudad de Hiroshima. Sus cuerpos como el de otros tantos jamás se recuperaron. Simplemente se evaporaron en forma de pequeñas partículas de piel y huesos que se diseminaron en el aire.
Tibbets regresó a su Florida natal con un gran pesar y no cierto temor aferrado a lo más hondo de sus entrañas. No era capaz de hallar una respuesta lógica para aquello.
Cruzó el jardín de entrada, y a continuación atravesó el umbral que se abría a la casa de dos plantas en la que vivía desde que se casara con su novia de toda la vida. Estaba derrotado, incluso podría decirse que ligeramente abatido. Allí le esperaba su mujer la cual al verlo entrar le plantó un afectuoso beso y le preguntó cómo había ido el viaje. Su única respuesta fue un leve encogimiento de hombros. De detrás de uno de los sofás de la sala de estar apareció su nieta de cinco años que corrió y se abrazó a su pierna. Éste la levantó en volandas y la achuchó con fuerza como si se tratara del tesoro más valioso que poseyera. Así la mantuvo durante un buen rato, intentando que su cuerpecito menudo le devolviera la paz que tanto ansiaba.
La pequeña, todavía abrazada a su abuelo, comenzó a hacer gestos imperceptibles con su diminuta manita. Estos iban dirigidos hacia la espalda del hombre. Tibbets ni siquiera se percató de aquello.
Cuatro sombras difusas a tan solo unos pasos de distancia les observaban con mirada inquisitiva. Dos de ellas parecían adultas, mientras que las otras tenían una estatura menor. Los cuatro parecían vigilarles de cerca, sonriendo con bocas torcidas y extrañamente desfiguradas, mientras que respondían de la misma forma a aquel inocente saludo.
©Copyright David P. Yuste para Círculo de Lovecraft, Septiembre 2018.
Me ha parecido una historia interesante desde su premisa. Podía ver las escenas ocurrir con fluidez y ha sido fácil de leer.
ResponderEliminarLas descripciones me parecen completas y adecuadas.
Me he sentido como si viera una animación, lo digo en el buen sentido, ha sido muy agradable.
Gracias.
Muchas gracias por tan amables palabras, Von Marmalade. Así da gusto. Me alegra saber que te ha gustado tanto. Muy agradecido, de veras. Un saludo.
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