sábado, 18 de noviembre de 2017

El destierro - Xavier Jacomet

Relato extraído de Morada de Relatos

Desterrados pero no derrotados, los dioses primigenios esperamos. En un letargo autoimpuesto, aguardamos el regreso de nuestra hegemonía. Desamparados, perdimos nuestra libertad y poder en la gran guerra contra los dioses arquetípicos. Con el tiempo, supe de dioses que habían conseguido recuperar sus terribles cultos y esparcían orgullosos sus retorcidas simientes a través de los planos, tejiendo una red de influencia hasta los límites estelares de su confinamiento. Su intención: asegurarse una posición más elevada a la que tuvieron antaño en tiempos de guerra. ¡Estúpidos! Sus simples victorias sobre algunas razas les habían cegado, pues no eran conscientes de que no somos ni la sombra de lo que fuimos y locos algunos, tenían fe en la venganza.

Mi destino y penitencia fue el mismo templo que albergaba mi poder, ubicado en un planeta arrasado y esterilizado de cualquier forma de vida por los dioses vencedores. En tanto que soy infinito, también lo puede ser mi paciencia, como demuestran los milenios que pasaron antes de que un simple ser entrara en mis dominios. Cuando noté su presencia, inmediatamente me apoderé de él, pues infinita también puede ser mi ansia. No tengo constancia de qué ser era pues rápida le llegó la muerte al atraparlo con mis invisibles manos, devorándole cuerpo y alma, sin dejar restos de recuerdo ni existencia. Largo tiempo pasó hasta que no entró otro ser a mi templo hecho ruinas. ¿En qué me había convertido? Mi temple antes honorable, había sucumbido a la voracidad y eso me había costado mi regreso. Con el tiempo y totalmente consciente de mi actual situación, esperé con paciencia otro contacto.

Antes de nuestra caída, nunca habría implorado al azar una simple alma; el contraste con mi deplorable estado actual y carente de poder resultaba desolador. Antes de la gran guerra, disponía de multitud de siervos que me adoraban como primigenio menor; invocaban mi presencia para sus retorcidas intenciones y a cambio obtenía las almas de sus enemigos como muestra de su devoción. En esa época, una inquietud surgió en las mentes de algunos dioses primigenios. La inquietud se tornó ansia y se nos convenció para luchar en una guerra por el poder absoluto, una guerra para arrebatar a los dioses arquetípicos aquello que creíamos que nos pertenecía. Aunque las batallas se sucedieron sin un claro vencedor, finalmente los dioses arquetípicos se alzaron con la victoria. Orgullosos con su victoria, se regodearon en humillarnos. En tanto que no nos podían eliminar por nuestra condición de dioses, destruyeron nuestros templos y aniquilaron las razas que nos adoraron, borrando todo conocimiento de nuestra existencia. Débiles y heridos, nos dispersaron por el vasto universo. A los más poderosos los sellaron en los confines más remotos para garantizar su eterno letargo. A algunos los fragmentaron en varios planos para debilitar su poder y consciencia. A otros nos confinaron en nuestros antiguos templos, siendo testigos inmortales de nuestra miseria, atrapados en lo que una vez fueron nuestros hogares.

Pasé milenios meditando y esperando a que apareciera otro ser. La voracidad se tornó desasosiego, el desasosiego se volvió paciencia, y luego surgió el sopor. Lo abracé, aprendí y en él encontré mi verdadero poder. Fue entonces cuando fui consciente de quién era y cuál era mi propósito. Y empecé a comprender, a conocer mi poder y mi verdadero nombre.

Según nuestra condición, los dioses primigenios podemos influir en seres inferiores de distintas formas. Aunque podemos eliminar su existencia con un simple pensamiento, requerimos de ellos como medio para conseguir nuestros fines. La mayoría de los primigenios están limitados por los elementos, requiriendo de una transformación lenta y laboriosa de las razas que les adoran, para poder otorgarles sus bendiciones y así beneficiarse completamente de su veneración. Algunos son la misma esencia del caos y su sola invocación destruye planetas y enloquece planos enteros. Un incoherente torrente de poder que ni ellos mismos pueden controlar. Otros, como yo, no tenemos limitaciones por los elementos o razas. Somos conscientes del control de nuestro poder y nuestra influencia radica en un estado de la mente. Las emociones primarias de cada raza son la puerta de entrada para nuestro control y de ellas nos servimos en la labor de dioses. Porque, ¿qué es de un dios sin siervos?, ¿qué razón de existir tiene un dios, sino la de influir en las emociones más atávicas de quienes lo veneran? Todo dios tiene un origen, un nacimiento del que solamente él es consciente. No conoce su origen ni la razón de su existencia, solamente sabe que existe y que por tanto tiene una razón de ser. La edad de un dios no es importante, ni es usada como comparación con otros dioses para demostrar importancia o algún tipo de superioridad jerárquica; pero cuando un dios sabe su propósito, empieza a existir como tal y es conocedor de su potencial. Podemos pasar eones vagando por los planos del universo sin saber realmente cuál es nuestro propósito. Hasta que un día, se produce el despertar de la razón.

En mi reducto, pasé tiempo observando entre las sombras, a ras de suelo y a través de la piedra, esperando el momento oportuno y acumulando poder. Al fin otros vinieron y estos, atrajeron a más. Cuando su confianza fue firme, enviaron a un grupo a las catacumbas de mi morada, preparados para lo que pudieran encontrar dentro. Parecían entusiasmados en la exploración y buscaban con interés posibles tesoros. Podían buscar cuánto quisieran, allí no había nada de valor. También podían prepararse con todo tipo de armas, no les servirían contra mí. O podían haber cultivado su alma, pues no sería suficiente fortaleza para mi influencia.

Cuando lo creí propicio, les hice presos en sus cuerpos azuzándoles con imágenes y sensaciones del sopor eterno. Entré en sus mentes y las resquebrajé, uno a uno. Comprendí luego el temor de su raza y lo hice mío. Los liberé, imbuidos con la locura del saber de mi existir. Ellos fueron mis primeros adalides, haciendo a sus semejantes conocedores de mi presencia. Mis tentáculos de influencia se extendieron hasta su población y les infundí el miedo a sueños y vigilias, el temor a existir, al no reposar y al simple hecho de pensar. A todos ellos, les volví latentes y les sumí en la más terrible de las realidades hasta que desearon no pensar, para luego entregarles el júbilo del sopor y la desgana. Por fin lo había comprendido, yo era Phelgoras, el sopor eterno. Yo soy el sueño del desvelado, la indiferencia ante la impotencia, soy el hastío de la existencia.

En poco tiempo, hube esclavizado a toda la población y no quedó reducto que no fuera pasto de mi poder. Supe que eran colonos de otro mundo que habían aterrizado sus naves en mi desolado planeta, buscando minerales y agua en el subsuelo. Afortunadamente para ellos el subsuelo era rico en agua y fósforo, los elementos que necesitaban para subsistir y hacer funcionar la mayoría de su instrumental. Al parecer, los dioses arquetípicos sólo esterilizaron la superficie del globo. Con mi poder, fácilmente les di acceso a los materiales que necesitaban, pudiendo asentarse y reproducirse.

Crearon comunidades, cortaron comunicación con la base y olvidaron su origen. Aquí eran felices, pese a su desanimada expresión. A diferencia de lo que pudiera parecer desde una perspectiva subjetiva, mi influencia no les hizo desgraciados, sino todo lo contrario; les entregué un inalterable estado de agradable parsimonia, en el que la tristeza o la alegría tenían la misma repercusión en su ser. Se podría decir que les quité el dolor a cambio de la felicidad. Disponían de libre albedrío, por supuesto, pero mi influjo les incitaba a adorarme. Con las generaciones, el estado parsimonioso se hacía evidente ya en los recién nacidos, siendo muestra de alegría contenida en la familia si un hijo tenía el rictus y no lloraba nada más nacer. El llanto, la risa y las palabras fueron sustituidos por murmullos, y estos por el silencio. Con ello, la raza transcendió a un nivel comunicativo superior, usando únicamente el pensamiento. Aunque sus expresiones no lo denotaban, me estaban agradecidos por los dones que les había otorgado y yo me regocijaba en sus progresos.

Mi culto había sido reconstruido con creces y gracias a mi amparo, mis sirvientes volvieron a dar el salto a las estrellas y a los distintos planos a los que eran afines. Con mi autoridad, les incité a recuperar el contacto con su planeta natal, y no tardaron en esparcir mi fe y mi don a toda su raza. Mi influencia a través del universo, solamente estaba restringida por el límite de mi discreción y astucia.

En mi decrépito estado, había encontrado mi verdadero poder para sobrevivir, cambiando completamente mi concepción. Con el tiempo, he empezado a tener idea del alcance de mi nuevo poder y a pensar que esos locos dioses que buscaban venganza, quizás no eran tan locos ni su cruzada tan descabellada. Quizás como en mi caso, otros habían descubierto su auténtico poder, creando una nueva generación de dioses: los renacidos. Dioses con nuevas intenciones, que habían olvidado sus antiguos poderes y con ello sus restricciones. En su prepotencia, los dioses arquetípicos nos habían obligado a obtener más poder del que podíamos imaginar.
Este relato puede encontrarse en Morada de Relatos. ¡Síguelos!

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