Por Amparo Montejano
Madrid, tierra de leyendas, donde los aparecidos serpean por entre las callejas y los pasadizos sombríos: desde el Palacio de Linares, pasando por la Casa de las Siete Chimeneas o el propio edificio del Banco de España, la ciudad de Madrid es un enclave de fantasmas que entre nosotros están y no huyen. Y es que desde que Mağrīt se erigiera como núcleo urbano habitado de forma continuada (os aseguro que doce siglos dan para mucho), el pasado no se ha ido sino que se reafirma, una y otra vez, a la caída mistérica de la tarde en obras como la de Toni Ramos: La estación de las luces. Porque las leyendas respiran y palpitan en los intersticios de la propia tierra oscura, oscura y mojada, pues lo es de agua.
Y he aquí, mi querido lector y adorada lectora, que las extrañezas sobrevuelan por esta obra como lo hacían las visiones de Washington Irving en su valle dormido. Extrañezas que se sobrehilan, con una prosa descriptiva y directa, sobre un armazón histórico y de explayamiento turístico por la capital del reino en base a un juego dual di narrazione: en base a un pasado/presente hilado con briznas de leyendas. Leyendas que llegan hasta la famosa estación fantasmal de Chamberí (de seguro que los gatos y las gatas son conocedores de su historia), donde un jineteo clerical trocó en el asesinato de un angelito de Dios que desde entonces se aparece en las vías. Y, desde ese nudo, el autor desmadeja una historia repleta de idas y venidas temporales que guían, por el rail de un éxtasis visionario, a todos los personajes. Porque en el libro hay visiones, muchas. Visiones que nos sumergen en una continua ensoñación, que no pesadilla, aunque no exista mayor miedo que lo que se desconoce.
Y aquí, en la obra de Ramos, lo real apenas se percibe al ser una apreciación sutil de la materialidad transgredida a base de sinestesias perceptivas: vida y muerte ovilladas por entre los corredores de la mina submarina que quedó desierta en el 66, obsoleta, cuando Iglesia y Bilbao abrieron sus portones, algo menos cavernosos y con mejor fario. Pues, ¿quién querría deambular por una vía muerta ahíta de muertos? Nadie, que los aparecidos no son plato de buen gusto en mesa alguna.
De eso nos habla su autor: de aparecidos, de espectros aturquesados (con deje a mar) que no vienen a otra cosa que no sea a colorear una novela histórico/costumbrista. Y eso es algo bueno, está bien, porque si algo tiene la literatura (la virtuosa y la de género) es que es plural, y como decía Louis Wirtz, se teje con vínculos previamente establecidos: atmósfera y ritmo que introducen al lector en un mundo seguro y creíble que no es tal.
Porque la "Tierra del agua" (ahora de las luces) encierra miedos. Quizá los tuyos.
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