Nº registro: 27
Cliente/a implicado/a: Aurora Gris
Fecha caso: Octubre 2009
Aviso al lector/a: Mi nombre es Casiano Morla
y si estás leyendo esto significa que estoy muerto. Mi oficio en el momento del
siguiente registro es detective sobrenatural. Puede que no creas ni una palabra
de lo que estás a punto de leer, pero… ¿A quién le importa? Necesito poner mis
casos por escrito o me estallará la cabeza. Puede que haya adornos novelescos
en función de exorcizar mis demonios en cada uno de estos registros, pero te
aseguro que no hay ninguna invención. Y si aparece algún demonio, te aseguro
que es muy real.
Era un octubre frío y ventoso en Barcelona, de
esos que hacen que las señoras mayores se lleven la mano a sus gorros de diseño
y me hagan sonreír cuando mi gabardina vuele. El problema era que mi pierna
mala siempre se quejaba con el frío y mi cojera se volvía un auténtico engorro.
Algunos médicos me habían dicho que mi pierna estaba perfectamente bien y que
todo era psicológico, no lo niego, pero ¿Cuántos de ellos seguirían mentalmente
estables tras haber sido mordidos por una especie de licántropos cuando tenían
trece años?
Aquel miércoles paseaba por las Ramblas de
Barcelona con el desenfado de un lugareño y un cigarrillo entre los labios.
Toda clase de espectaculares estatuas humanas ejercían su profesión con
resultados excepcionales y muchos turistas, guiris como solemos llamarle con
demasiada mala uva, dejaban unos cuantos euros en la gorra. Gente de mal vivir
y peor mirar vigilaba con codicia los bolsos de extranjeros y autóctonos por
igual y el bullicio de coches no se detenía nunca. No tenía nada que hacer, mi
último caso me había reportado suficientes beneficios para vaguear durante
varios meses y mi única preocupación era quedarme a solas con mis pensamientos
y darme cuenta de que era el veinteañero más viejo del mundo.
Tras un vagabundeo sin rumbo en el que los pobres
animalitos que vendían en las tiendas ambulantes me recordaron a una vieja
amiga, mis ojos se posaron en una joven morena. Vestía un anticuado vestido
marrón que la cubría de cuello a pies y el único toque de color era un collar
de amatista. Su piel era muy blanca y su pelo muy negro pero lo que me atrajo
la atención fueron las enormes gafas de sol oscuras que le cubrían medio
rostro.
No soy de los que se enamoran a primera vista
ni mucho menos de los que abordan a desconocidas por la calle, pero aquella
chica me empezó a hacer gestos me acercara hasta su banco. Cuando llegué junto
a ella me fijé en que visto de cerca su rostro no era pálido, era absolutamente
blanco. Llevaba varias capas de maquillaje blanco como si estuviera a punto de
actuar en un teatro kabuki japonés. Sobre sus piernas llevaba una caja cuadrada
de acero que despertó mi curiosidad mientras ella me ofrecía una breve sonrisa
con sus rojos labios. No creo que se hubiera enamorado del porte de este
entomólogo frustrado que fumaba más que comía, no, creo que mi gabardina y mis
andares le desvelaron mi identidad.
–¿Casiano Morla? –preguntó con voz dulce.
Su acento me resultó curioso, tenía un deje
cantarín mejicano, pero también algo yanqui. Le estreché la delicada mano que
me ofrecía y me senté a su lado sin hacer más cumplidos.
–Buenas tardes ¿Señorita…?
–Gris, Aurora Gris. Disculpe mis modales,
estoy un poco nerviosa–respondió ella bajando la mirada.
–No se preocupe–dije dando una larga chupada
al cigarrillo. –Veo que me ha reconocido–dije procurando no sonar vanidoso sin
lograr.
–Le he investigado. No se ofenda.
–Para nada.
–Sé que es el único especialista en sucesos
particulares de toda la ciudad.
–Detective de lo sobrenatural, sí. Disculpe mi
franqueza, pero prefiero ser ridículo antes que pedante.
Su sonrisa se amplió y mi corazón se aceleró
durante unos segundos. El efecto duró poco. Mi principal norma era no
encariñarme con los clientes. No todos sobrevivían.
La mujer me entregó la misteriosa caja y me
hizo un gesto con las cejas para que la abriera. Mi mirada saltó de la caja, a
las gafas de sol que ocultaban sus ojos y luego a los inocentes transeúntes que
paseaban por Las Ramblas sin saber que quizás tenían una bomba a menos de dos
metros de distancia. Mis enemigos no solían usar métodos tan prosaicos, pero
nunca se sabía. La dinamita solía ser más efectiva que un viejo hechizo.
–A la porra–dije para insuflarme valor.
Apuré mi cigarrillo, lo tiré al suelo y abrí
la caja. De algo había que morir.
Para mi sorpresa, en su interior había un
pequeño artefacto dorado en forma de escarabajo. Era del tamaño de la palma de
mi mano y tenía sobreimpresionados unos intrincados dibujos que reconocí
gracias a mi memoria fotográfica. Había leído sobre aquel chisme en uno de mis
libros de alquimia, pero pensaba, como casi todo lo relacionado con dicha
pseudociencia, que no se trataba más que de un bulo.
–¿Cronos?
Aurora Gris asintió. Parecía nerviosa, como si
tuviera que salir corriendo de un momento a otro, y yo no me fiaba de la gente
intranquila que me regalaba artefactos milenarios. Volví a guardar el
escarabajo en la caja y lo dejé sobre el banco.
–No estoy interesado en la vida eterna–dije
guiñándole un ojo.
–Por favor, quédeselo. Y rómpalo si puede… yo
no puedo.
–¿Ha probado con un martillo? –sugerí con humor,
pero ella no apreció el chiste.
–Ojalá pudiera. Por favor, sé que hará lo
correcto–dijo Aurora compungida.
Estiré la mano para ofrecerle consuelo, pero
en lugar de tocar sus dedos me encontré la caja de acero. Cuando levanté la
cabeza, Aurora ya corría hacia el metro y pronto estaría bajando sus escaleras.
Me encogí de hombros, nunca ganaba en las carreras. Afortunado en los amores,
desafortunado en atletismo. Suspiré y me guardé la caja en la gabardina antes
de que algún amigo de lo ajeno decidiera llevársela consigo y tuviera la sangre
de inocentes en mis manos.
Me pasé toda la tarde encerrado en la
biblioteca de mi casa, una pequeña habitación de paredes azules y puerta negra
que siempre cerraba con llave. Nunca me han gustado los mirones. Allí podía
aislarme del ruido que poblaba la calle Banyers Nous, tan peligrosamente
cercana a Las Ramblas. Me gustaba la gente, pero el bullicio era algo superior
a mí, quizás debería haberme hecho monje asceta para superar mis traumas en
lugar de detective especializado en lo sobrenatural.
Mi biblioteca estaba en penumbra, iluminada
simplemente por una pequeña lámpara, pero a mí me gustaba que fuera así. En las
estanterías que poblaban todas las paredes había libros que no merecían ver la
luz y podían ser peligrosos. ¿Hasta qué punto? No lo sé sinceramente pero allí
estaban más seguros, protegidos por el olor a cenicero y a café barato.
Me arremangué las mangas de la camisa, pese a
que siempre reinaba un frío helador en aquel cuarto, y estudié el voluminoso
mamotreto que descansaba sobre mi anticuado escritorio de madera.
–Del
Toris Profundis–leí con una mueca.
Todo un compendio de leyendas y trucos baratos
de alquimistas que no había quien se creyera. El tomo estaba especializado en
alquimia de Hispanoamérica, ya que allí era de donde provenía el temido Cronos.
Eché un vistazo a mi izquierda y comprobé que la caja seguía en su sitio y que
no se había movido empujada por su increíble artefacto en forma de escarabajo
que guardaba en su interior.
Pasé las páginas de Del Toris Profundis con
avidez, obviando toda clase de historias fantásticas (soy un detective de lo oculto,
pero no creo todo lo que leo) como la de un extraño dios pez del amazonas que
se había desposado con una mujer muda o el demonio salvador sin cuernos.
Paparruchas. Los demonios no eran buenos.
–Aquí estás–dije humedeciéndome los labios.
Una ilustración del Cronos a todo color
ocupaba una página entera, recreándose en los brillos de su lomo y en el
mecanismo que le daba vida. Yo siempre he sido muy malo con las ciencias así
que obvié esas anotaciones escritas en latín y pasé a la siguiente página en la
que se explicaba su origen. Me
sorprendió que la información que había sobre el artefacto era bastante escueta
y no especificaba como crear a Cronos, a diferencia de otros muchos objetos
imposibles que aparecían en el compendio. Sólo incluía algunos detalles que
acrecentaban su leyenda, pero nada que no supiera cualquier instruido en la
materia.
<< Construido en 1536 por un alquimista
de Veracruz, Cronos es un ingenioso mecanismo que mezcla la ciencia y la
biología para dar la vida eterna a su portador. Un extraño insecto de allende
las Américas inocula su energía vital a su afortunado dueño que logrará vigor y
potencia juvenil. Pero el Cronos es también un artefacto peligroso, la vida
eterna viene con un precio: la sed de sangre para poder mantener esa recién
encontrada fuerza.>>
Me encendí un cigarrillo mientras reflexionaba
sobre lo leído. Puede que mi latín estuviera algo oxidado, pero… ¿Estaba
diciendo que ese chisme te convertía en un vampiro? Nadie podía ser tan idiota
como para querer convertirse en un monstruo a cambio de la juventud. O quizás
sí, había conocido a imbéciles que habían hecho cosas mucho peores por premios
menores. Miré la caja de acero y le eché el humo del tabaco, retando a ese
escarabajo que daba mal nombre a los coleópteros a que saliera y me mordiera.
No hizo nada por supuesto. Era un objeto construido por la ambición de los
seres humanos y sólo los estúpidos jugaban con fuerzas que desconocían. Lo que
no entendía era porque Aurora no lo había roto con sus propias manos y me lo
había entregado a mí.
–Muy bien amiguito, es la hora del
bricolaje–dije cogiendo la caja entre mis manos.
Salí de la biblioteca con el cigarrillo en la
boca embriagándome de su dulce aroma y cerré la puerta negra. Coloqué el
candado y lo cerré con llave. No creía que Cronos me diera problemas antes de
ser machacado por mi fiel martillo, pero si algo salía mal…. Bueno, digamos que
prefiero no tener un engendro del mal suelto en una habitación llena de libros
que pueden despertar a los espíritus.
Dejé la caja sobre la mesa del diminuto
comedor y unas rendijas de sol la iluminaron a través de los agujeros de las
persianas. Siempre las tenía bajadas, me gustaba la oscuridad, estoy
acostumbrado a ella y he visto peores horribles obrar en nombre de la luz. Me
acerqué al mueble del televisor, un anticuado Telefunken que a duras penas
sintonizaba tres canales, y agarré el martillo que escondía debajo. No se me
daba bien disparar y los cuchillos son
muy sangrientos pero los martillos son una defensa perfecta. Uno de mis
mejores amigos de la infancia me lo demostró de forma bastante gráfica.
El timbre sonó de repente. Alguien estaba
frente a mi casa pulsando el anticuado timbre que nadie usaba porque el portero
del bloque tenía instrucciones claras de no dejar entrar a nadie. Aún así, no
soy un cobarde y me acerqué a la puerta con el martillo en la mano.
En tan sólo dos zancadas llegué a la mirilla y
me asomé por ella como una vieja alcahueta. Era ella, Aurora. Sonreía
ampliamente y su mirada era felina, como si fuera capaz de ver mis deseos más
oscuros a través de la puerta. Abrí la puerta y esbocé una media sonrisa a
través del humeante cigarrillo.
–Aurora, no la esperaba sinceramente.
–¿Puedo pasar? –preguntó ella con voz
seductora.
La miré detenidamente, ya no llevaba las gafas
de sol y sus ojos oscuros eran de una belleza sobrenatural. Era una mujer
hermosa y no parecía peligrosa, pero eso no significaba que no lo fuera. Aun
así, mi padre militar me había grabado a fuego toda clase de galanterías
estúpidas que eran difíciles de olvidar.
–Claro, entre.
La joven se adentró en la casa y enseguida sus
ojos se posaron sobre la caja que guardaba Cronos. Me fijé en el terror de su
mirada y como sus manos se tensaban como si fueran garras.
–¿No lo ha usado? –preguntó con voz
temblorosa.
–Claro que no, querida. Iba a romperlo ahora
mismo, como usted me pidió–dije mostrándole el martillo.
Aurora me miró con odio y se abalanzó sobre mí
como una leona. Sus ojos brillaban como los de un gato en medio de la oscuridad
y pude apreciar como sus colmillos eran más largos que los de un humano normal.
Supongo que ella pensaría que un cojo desgarbado y fumador como yo estaría en
baja forma, pero me conocía los secretos de mi casa como la palma de mi mano.
Pisé con total tranquilidad la baldosa situada más a mi izquierda y un panel de
la pared izquierda se abrió y disparó unos dardos tranquilizantes en dirección
a Aurora. No todos acertaron, pero dos se clavaron en su blanco cuello y la
mujer cayó al suelo como un muñeco de trapo. La giré para que quedara boca
arriba y no se ahogara con su propia lengua cuando abrió sus ojos de nuevo,
pero volvían a ser los de antes. No tenía buen aspecto, pero eso no me extrañó,
aquellos dardos tenían una potente solución tan potente que dormiría a un
elefante. La mujer tosió un poco y vi que sus colmillos volvían a ser del
tamaño estándar de un Homo Sapiens hembra.
–¿Por qué usó Cronos? –le pregunté.
Ella sonrió y negó con la cabeza. Estaba bellísima,
pero debía recordar que en cualquier momento podía partirme el cuello con
facilidad.
–Cáncer en metástasis–dijo con un hilo de voz.
–Fui una estúpida.
–No, sólo estaba desesperada–dije tragando
saliva.
–La otra… quiere que le mate. No le deje, por
favor.
–No lo haré, aprecio mi vida, por muy rara que
sea–dije sonriendo.
Cogí la caja de Cronos, abrí la tapa y observé
el escarabajo dorado, tan precioso como peligroso. Lo deposité sobre la mesa y
descargué el martillo con todas mis fuerzas sobre él. El aparato se destrozó en
cientos de pedazos y desparramó un líquido oscuro y rojo que sólo pude
identificar como sangre. Dejé la herramienta sobre la mesa y me giré para ver
como mi invitada empezaba a gritar y convulsionarse.
–Aurora–dije corriendo hacia ella.
Su cara cambiaba a toda velocidad, ojos
oscuros a ojos brillantes y sus colmillos crecían y decrecían a toda velocidad.
Le acaricié el rostro y comprobé que estaba sudando a mares.
–Me muero, Casiano. ¿Puedo ver la luz por
última vez? –dijo con voz suplicante y seductora a la vez.
Sus dos personalidades, la mujer amable y
temerosa y la sedienta de sangre se entremezclaban para hacer una última
petición antes de morir. ¿Quién era yo para negarle nada? No pasaría nada por
dejar que un día la luz entrara en aquel hogar lleno de oscuridad.
–Claro, querida.
Subí las persianas y la luz del otoño
barcelonés iluminó la estancia, las paredes oscuras refulgieron con nueva vida
y los muebles pasados de moda parecieron recordar que fueron bonitos una vez.
Me senté en el suelo junto a Aurora y ella apoyó su cabeza sobre mi cuello. No
temí que fuera capaz de morderme, estaba muy débil. Le ofrecí un cigarrillo,
pero negó con la cabeza.
–Qué hermoso es el sol–dijo con una sonrisa en
los labios.
Los rayos que penetraban a través de la
ventana incidían sobre todos los objetos de la sala, levantando polvo y
despertando cucarachas, pero cuando caían sobre la piel de Aurora el efecto era
distinto. Su piel se iba resquebrajando lentamente, como si fuera una muñeca de
porcelana que se estuviera descascarillando.
–Lo siento–musité en voz baja.
Ella no contestó, seguía sonriendo a la luz
del sol. Al igual que el demoníaco artefacto, ella se rompía pedazo a pedazo,
pero la suya era una muerte dulce. No dejé de abrazarla mientras su piel volaba
entre mis dedos y dejaba a la vista las oquedades que atravesaban su cuerpo.
No la solté hasta que el último fragmento de
su ser desapareció y tan sólo dejó como recuerdo su largo vestido marrón. No me
levanté inmediatamente, me encendí otro cigarrillo y dejé que el sol iluminara
mis ojos oscuros y que calentara mi piel fría y acostumbrada a las tinieblas.
©Copyright Cristian Blanco para Círculo de Lovecraft, Julio 2018.
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