miércoles, 5 de febrero de 2020

Las vecinas saben dar buenos consejos, por Sheila Moreno


Por Sheila Moreno

La pasta hervía en el fuego de la cocina: macarrones, como a él le gustaba. Ella prefería espaguetis. Un paladar poco experimentado como el de ella podía decir que ambos platos tenían un sabor muy parecido, pero lo que realmente le gustaba era dar vueltas y vueltas con el tenedor hasta que conseguía enganchar el último espagueti, algo que no podía hacer con otros tipos de pasta. No obstante, Carlos prefería los macarrones y era importante dar a su hijo las opciones que ella no había tenido de pequeña. 

Escurrió la pasta con el colador en el fregadero y la dejó reposar en una fuente de cristal. Miró el reloj en su muñeca y comprobó que ya eran las tres, una hora demasiado tarde incluso para Carlos. El instituto estaba apenas a un paseo, unas pocas calles separadas por varios locales cerrados y alguna panadería que se mantenía a duras penas, ningún entretenimiento que hiciera que un joven como su hijo se perdiera la comida. 

Cualquier otro día hubiera esperado con su otra hija en el salón. Sentadas en el sofá en silencio, con alguna serie lenta e interminable haciendo ruido entre ellas, hasta que él apareciera por la puerta con alguna excusa y esa sonrisa que conseguía que le perdonaran. Sin embargo, ese día era especial, tanto que hasta Carlos no faltaría al mismo. 

¿Un castigo quizás? El chico tenía el don de meterse en líos desde pequeño. Sabía que en algún momento debía dejar de protegerle, puede que ya fuese el momento. 
Se arregló con rapidez para ir a buscarlo, creyendo que Carlos llegaría antes de que ella terminara de peinarse y la llamaría tonta con cariño al saber lo que había ocurrido. 
En un arrebato poco común en su hija, esta le detuvo el paso clavando los dedos en el brazo de su madre. 

—Mamá, no deberías salir —dijo mirándola con ojos de desolación, sus ojos. 

—Tengo que buscar a tu hermano —Se justificó ella. 

Su hija agachó la mirada, la buena de Lucía, tan simpática. Físicamente era igual que ella veinte años atrás, su personalidad en cambio era diferente, más dócil, más servil. 

Se puso el abrigo azul, el de los botones grandes y el zurcido en el bolsillo, y abrió la puerta principal decidida a buscar a su hijo. Salió de casa bajando los peldaños de las escaleras de dos en dos. Al otro lado de la puerta, Lucía se había quedado en silencio y rumiando sus pensamientos como debían hacer las hijas. 

Al llegar al portal se encontró con la vecina del tercero esperando el ascensor, la misma que trabajaba en una peluquería que había cerrado dos años atrás. Ambas mujeres cruzaron miradas y la peluquera la repasó de arriba abajo sin esconder que lo hacía. 

—¿A dónde va? —No era un hola ni un adiós, sino una pregunta capciosa. Personas como ella le habían motivado a bajar las escaleras. 

—Voy buscar a mi hijo. —Intentó mantener la cabeza alta, pero había tenido que agacharla demasiadas veces con las personas que vivían en su edificio. La norma social indicaba que debía llevarse bien con ellos, aunque lo único que tuvieran fuesen charlas insustanciales sobre el tiempo. 

—Lo mejor es que se quede en casa ¿no? Es la hora de comer, ya aparecerá. Los hijos siempre vuelven cuando quieren algo. —Frunció los labios, como cuando uno quiere guardarse una sonrisa al ver tropezar a un desconocido por la calle. 

El ascensor llegó y la señora del tercero, la antigua peluquera, se metió dentro sin darle opción a responder, apretando con ganas y fuerza el botón de cerrar las puertas. Tampoco la hubiera contestado, no era de buena idea llevarse mal con los vecinos, ni tampoco educado. 

En la calle el cielo estaba despejado y la brisa no era tan fría como se había imaginado, el tiempo perfecto para dar un paseo hasta el instituto. Caminó deprisa, haciendo sonar los zapatos contra el suelo en cada nuevo paso que daba. Encontrándose en su paso trabajadores que volvían a su hogar, ningún alumno rezagado, solo adultos cansados y malhumorados que se movían con lentitud hacia su casa. 

Llegó hasta las puertas del instituto cansada pero no sudorosa. No quería dar la impresión de que fuese una mujer sucia o desaliñada. Los rumores se movían deprisa y llegaban a los oídos inadecuados, los mismos que hacían que Carlos se enfadara. 

El bedel le abrió las puertas y le invitó a pasar. Cada vez que iba por allí le preguntaba si Carlos se había metido en líos, en cambio, aquella vez se limitó a musitar un «buenos días» y mantener una sonrisa amplia, irreal. El hombre se quedó sentado en su silla, sin interesarse en el lugar al que ella podría querer ir, dándole acceso a todo el centro, como si quisiera dejarla inspeccionar todo el lugar en su búsqueda. 

Apresuró el paso dejando atrás al bedel y fue hasta el aula de Carlos. Pensaba que con un poco de suerte la tutora del grupo seguiría allí, que tal vez ella podría darle alguna pista de dónde estaba su hijo. Pasó por los pasillos vacíos y algo sucios, tratando de no rozar su mejor abrigo con las paredes. Subió las escaleras disgustándose al ver algunos cristales rotos, seguramente por algunos alumnos disconformes con sus notas o los profesores y llegó al aula que buscaba. Abrió la puerta de la sala y dentro vio a la profesora y a otras diecinueve mujeres más sentadas en las sillas de los alumnos, como cuando tenían reunión de padres. 

Su mente se tomó un ligero descanso para pensar en lo gracioso que era llamarlo «reunión de padres», porque lo normal es que las madres fueran las que acudían a dichas reuniones. Solo que en aquella ocasión nadie le había avisado a ella. 

Las mujeres la miraron y pudo comprobar por sus caras que ninguna esperaba su entrada. Las reconoció en seguida como las madres de los compañeros de Carlos. Cada una en la silla de su hijo, excepto la del suyo, que se encontraba vacía, justo enfrente de la profesora. 

—¿Había reunión? —preguntó desconcertada. 

—Ah, no te preocupes —dijo la tutora de la clase, Flora—. No es nada importante, supongo que Carlos no te habrá avisado. No suele hacerlo nunca ¿verdad? 

No, no solía hacerlo. Su hijo se las ingeniaba para que no fuera a las reuniones e interceptaba todos los mensajes de las mismas para que no pudiera enterarse. El motivo era porque la mayoría de ellas giraban en torno a él: sobre su comportamiento en clase y, sobre todo, su actitud hacia los demás. 

—En el fondo es buen chico. —Casi por instinto se colocó el abrigo para tapar su cuerpo con él y que no vieran nada. 

—¿Por qué no vuelves a casa? —dijo una madre, creía que la de Ana, la chica a la que le tuvo que comprar unas gafas dos años antes por un codazo imprevisto por parte de Carlos, un movimiento enérgico propio de los niños cuando están emocionados y tienen mucha energía, no una acción revoltosa, solamente enérgica. Otros padres habrían dejado pasar que se rompiesen las gafas, pero la madre de Ana había insistido mucho en hacerle pagar, seguramente más por la cicatriz que por el objeto. 

—Estoy buscando a Carlos —explicó. A ella tampoco le hacía ilusión estar allí y aun así mantenía la calma, como debía ser. 

Por el rabillo del ojo vio a madres tensándose en las sillas de madera demasiado pequeñas para sus cuerpos maduros. 

—Es la hora de comer, mejor le esperas en casa ¿no? —dijo Flora rematando la frase con una mueca, un amago de sonrisa amable que utilizaba cuando no quería seguir hablando. 

No respondió. Todas ellas eran mujeres del barrio, señoras que conocía desde hacía más de veinte años y con las que no debía llevarse mal. Además, tampoco podía entretenerse, tenía que buscar a Carlos. 

Mientras se iba del instituto seguida por las miradas de los que había allí, creyó ver cuchichear al conserje del centro con la señora de la limpieza. Creyó incluso escuchar un «ya no deberá preocuparse más de Carlos», pero empezaba a tener la cabeza ida, tal vez porque llevaba demasiadas horas sin comer. 

Llamó a casa para ver si mientras estaba buscándole, su hijo se hubiera cruzado con ella y estuviera en su hogar, protegido, comiendo macarrones mientras veía embobado la televisión. Fue Lucía quien descolgó el auricular preguntando un débil «¿diga?». 

—¿Ha llegado ya Carlos? 

Silencio al otro lado de la línea, como si el teléfono se hubiera cortado o Lucía no hubiera escuchado bien la pregunta. 

—Mamá, será mejor que vuelvas a casa. 

—¿Está ahí? 

Silencio, la respiración de Lucía entrecortada, rápida. 

—No, pero tengo hambre y estoy segura de que tú también. Vente, por favor, y comemos juntas. Dando vueltas por la ciudad no vas a conseguir nada. 

Colgó a Lucía enfadada. No le dijo nada porque las buenas madres no discuten con sus hijos y menos aún montan espectáculos en la calle. Educar era algo muy difícil, no tenía por qué salir bien en todas las ocasiones. 

No podía rendirse, así que se trasladó hasta una comisaría de policía cercana. Sabía con quién tenía que hablar porque visitaba aquel lugar al menos una docena de veces al año desde hacía cinco. El policía de la entrada estaba en ese momento comiendo a semiescondidas un bocadillo de tortilla de patata que olía desde la puerta. Al ver entrar a la mujer se ahogó brevemente con la comida y envolvió nervioso su comida con el papel de aluminio. 

—¿Qué hace aquí? —dijo mientras se sacudía las migas del uniforme. 

—Vengo a hablar con la inspectora Ramírez. Mi hijo ha desaparecido. 

—Ah, ya, Carlos ¿no? 

Le hizo pasar a una sala pequeña que tenía un corcho lleno de carteles en su entrada. Había leído cientos de veces esos carteles: distintos anuncios coloridos que hablaban de robos, acoso y violencia.

La salita tenía una mesa de plástico atornillada al suelo y dos sillas ligeras a ambos lados de la misma. Las paredes eran de un blanco sucio y olía a tabaco, alguien debía de usar el sitio para fumar contraviniendo un cartel que indicaba lo contrario a la entrada de la comisaría. 

Estuvo allí sola menos tiempo del que estaba acostumbrada, lo que no significaba que no se le hiciera eterno. Miraba sin parar el reloj de la pared y comparaba la hora una y otra vez con la que marcaba el de su muñeca. Había dos minutos de diferencia entre ambos. 

Ramírez hizo su aparición cuando ya esperaba que nadie llegara. Conocía a la mujer policía porque habían hablado varias veces, todas ellas sobre Carlos. En esa sala habían llorado, reído y charlado durante horas, aunque cada vez las visitas eran más frecuentes y menos enternecedoras. 

—No esperaba verla por aquí —dijo Ramírez al tiempo que se sentaba en la silla que quedaba libre: su silla. 

—Carlos ha desaparecido. 

Suspiro, silencio. 

—Bueno —dijo Ramírez dando golpecitos en la mesa de forma rítmica y constante, parecía que buscaba que la madre se fijara en sus dedos y no en su cara y lo estaba consiguiendo—. A veces, Carlos hace cosas y nadie se entera, puede que esta vez haya ocurrido lo mismo. 

—Carlos… Carlos tiene un buen fondo, estoy segura. Además, no se perdería una comida. No le gusta cómo cocinan los demás, es el único momento del día en el que está contento. 

Ramírez la miró. Habían tenido tantos encuentros que ambas conocían sus gestos y los ojos de la policía eran una mezcla de tristeza y prisa por acabar la conversación. 

—No lleva mucho desaparecido ¿no? —dijo echando un vistazo al reloj que reposaba en la pared. Unas tres horas. 

La madre comprobó el reloj de su muñeca: habían pasado tres horas exactas. 

—Además —continuó Ramírez—, creo recordar por su ficha que esta semana cumplía años. 

—Hoy es su cumpleaños —explicó la madre, serena, tranquila. Tenía que guardar la compostura ante una agente del orden. Sobre todo sabiendo lo que habían vivido juntas. 

—Ya decía yo. —Sacudió su cabeza con una sonrisa—. He revisado tantas veces su ficha que está desgastada. Cumplía dieciocho ¿verdad? —No hacía falta responder, todo el mundo conocía la fecha de nacimiento de Carlos—. La edad perfecta para meterse en líos —añadió con un tono mucho más serio y sin un ápice de sonrisa—. Los mismos en los que Carlos ha entrado una y otra vez sin tener repercusiones. Es una lástima que ya no sea un niño, que ya su madre no pueda defenderle ante los problemas. Una pintada, una pelea, un empujón que acaba mal, dientes desperdigados por el suelo, chicos que ya no podrán defenderse nunca más… 

Paró de hablar y observó a la madre, quien se quedó muda ante la escena. Quiso responder, defender a su hijo de todas las acusaciones, pero no lo hizo. Ramírez era una agente de la ley, una guardiana del orden e incluso, un símbolo del respeto en sí misma. Debía guardar silencio porque así era como debía ser. 

—Será mejor que vuelva a casa. 

Se despidió de la inspectora y se marchó de la comisaría. Un zumbido molesto se había instalado en su oído izquierdo, incesante, palpitante incluso. 

Vagó por el barrio desorientada y sin saber a dónde acudir. Hacía mucho que Carlos no tenía amigos, así que preguntar a cualquier chico solo provocaría miradas de desdén. 

En un intento desesperado por buscar alguna pista antes de regresar a casa, pasó por la panadería que se encontraba a dos calles de su portal. No sabía por qué, pero a Carlos le gustaba pasar tiempo en ella. 

Hacía dos años que no entraba en la panadería y sin embargo, una oleada de nostalgia la envolvió al oler el pan recién hecho y mirar la harina flotando sobre gran parte de la tienda. La dueña del local silbaba de espaldas a la puerta, mucho más contenta de lo que jamás la había visto o imaginado. 

El silbido cesó en cuanto las campanillas de la entrada sonaron y la dueña se dio la vuelta. Su mirada fue la misma que las madres que estaban reunidas en el instituto, aunque a ello se sumaba un temblor que no pudo evitar que se notase. 

—¿Has visto a Carlos? —preguntó la madre. Había omitido el «buenos días» a propósito, no estaban siendo buenos. 

—No. Y dudo mucho que vuelva a verle. 

La madre frunció el ceño. No era la primera vez que prohibían la entrada de Carlos en algún establecimiento, sí que era la primera en la que se lo decían de manera tan directa. 

—¿Qué es lo que ha hecho ahora? 

La panadera empezó a reírse, carcajadas tan altas que conseguían hacer buenos los silencios incómodos. Un minuto de risotadas sin parar, tal vez dos. Cansada de las mismas, la madre dio una patada en la parte baja del mostrador. 

—Perdona, perdona —dijo la dueña secándose las lágrimas que se le habían formado—. Es que me choca que me preguntes eso, cuando la pregunta correcta sería ¿qué no ha hecho Carlos? ¿No? ¿Qué no ha hecho Carlos? 

—¡En el fondo es un buen chico! 

Su voz sonó un poco más aguda que las otras veces que lo había dicho y, en respuesta a su quejido, la mujer tomó aire un segundo. Y hubo más risas. Estaba siendo tan grosera, tan desagradable. 

—Lo mejor será que vuelvas a casa —dijo la panadera—. Que te quedes allí con tu hija viendo la televisión y pensando en lo mal que lo has hecho. 

—¿Qué ha pasado? —insistió dando otro golpe en el mostrador: uno, dos, tres, cuatro…—. ¿Qué ha pasado? —preguntó obviando su pose de falsa felicidad por un momento—. ¡Dímelo, dímelo! 

La dueña de la panadería dijo algo que su cabeza no fue capaz de entender. Sus sentidos estaban perdidos. Quería coger todo lo que tenía a mano y lanzarlo contra las paredes, gritar hasta quedarse afónica y sin embargo, lo único que hacía era golpear una y otra vez el mostrador. 

Tras cuarenta años de existencia de la panadería familiar, todos los descendientes que habían pasado por ella estaban acostumbrados a cargar cajas pesadas, a grandes cambios de temperatura por culpa de la cámara frigorífica y a las quemaduras provocadas por el horno. Así que la madre debía de saber que una mujer, ni siquiera una clienta, dando golpes en un mostrador no iba a hacer que se acobardara. 

La panadera era más grande que ella, mucho más. Podía haber utilizado sus uñas en su contra, iniciar una pelea que acabara con alguna de ellas herida y llena de harina, pero los empujones de la dueña de la panadería acabaron con la madre en la acera y la puerta del local cerrada. Intentó volver a entrar en la tienda golpeando con sus puños en los cristales del escaparate. 

—¡Abre, abre, abre! —gritaba.

Paró cuando se fijó en que la gente de la calle se detenía por la escena que estaba montando. Sacudió su ropa y estiró su abrigo. Observó su reflejo en el escaparate y este le devolvió una cara desencajada y despeinada, nada que demostrara que era una buena vecina, una buena madre, una señora. 

Regresó a casa arrastrando los pies y apretando su bolso contra su pecho. Llegó a su edificio y subió las escaleras piso a piso. Los vecinos utilizaban el ascensor y no quería cruzarse con ninguno de nuevo. En cada planta se escuchaba el murmullo de los que vivían allí, el suave ronquido de los que dormían la siesta. Si agudizaba el oído podía escuchar cómo los vecinos que se mantenían despiertos apoyaban sus caras contra la puerta de sus casas, creía poder escuchar incluso el parpadeo de sus ojos sobre las mirillas, ojos que miraban atentos cómo ella subía las escaleras. Lo consideraba normal, pues en alguna otra ocasión ella también lo había hecho. 

Alcanzó su puerta con los músculos destrozados y sus dedos doloridos incrustados en el bolso. El estruendo de las voces saliendo de la televisión llegó hasta la entrada donde ella estaba y salió disparada hacia el sonido del aparato. 

Lucía estaba sola en el salón y levantó la vista al ver llegar a su madre, se buscaron la una a la otra con sus miradas. La chica se puso en pie y rodeó con sus brazos a la mujer. Hasta ese momento la madre no se dio cuenta de que estaba temblando.

—He salido a buscarle —dijo. Quería excusarse por haber vuelto sin cumplir sus objetivos—. He ido a su instituto, lo he denunciado a la policía. ¿Qué puedo hacer ahora? ¿Empapelo la ciudad con sus fotos? ¿Hago un llamamiento en los medios para ver si nos dan difusión? ¿Rezo a dioses en los que no creo para que me lo traigan sano y salvo a casa? 

Lucía apretó un poco más el cuerpo de su madre hacia el suyo y el bolso se escurrió entre las manos de la mujer hasta caer al suelo. 

—Vamos a comer —dijo la chica al tiempo que tomaba distancia entre ambas. 

Era normal que Lucía tuviera hambre en vez de dar ánimos ante la desaparición de su hermano. Los hermanos no suelen llevarse bien y en el caso de su familia, la madre sabía que su hijo solía ser muy duro con su hermana. En cierta forma, se alegraba de que su hija fuera mayor, no le gustaba pensar en cómo habrían sido las peleas entre ellos si Carlos hubiera tenido tres o cuatro años más que ella. Ya habían estado demasiado igualados cuando habían peleado por cosas como el sitio del sofá o un juguete, tanto que hacía años que Lucía cedía de manera natural cuando veía las borrascas. 

Además, con el estómago vacío no se podía iniciar una búsqueda ni pensar con claridad. La gente solo le había estado dando buenos consejos, siendo buenos vecinos: había hecho bien regresando a casa. 

Los macarrones se habían quedado tal y como los dejó horas antes, cuando aún no era tiempo de merendar. Estaban metidos en la misma fuente y se habían vuelto fríos, pegajosos y poco comestibles. Un conglomerado de pasta con aspecto gomoso que acabarían merendando porque era lo único comestible que había en la cocina. 

Colocó el mantel en la mesa del salón y sobre él tres platos hondos. Sirvió como pudo los macarrones, separando cada porción con una exactitud extraña. Le costaba hacer cambios en su rutina, puede que no pudiera cambiar nunca lo que llevaba haciendo dieciocho años. 

—¿Mamá? —preguntó Lucía sentada a la mesa, esperando a que le sirvieran, como siempre hacía. 

La madre giró la cabeza hacia la voz sin enfocar la mirada. 

—¿Tú nunca me abandonarás, verdad? —Era una pregunta sincera. 

—Yo cumplo las normas. —Era una respuesta sincera. 

Se sentaron ambas a la mesa sin intercambiar palabras y con la televisión como único sonido de fondo. Comenzaron a comer la pasta, que les cayó pesada sobre el estómago. 

Sería la última vez que comiesen macarrones en aquella casa. 



©Copyright Sheila Moreno para Círculo de Lovecraft, Febrero 2020. 

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