miércoles, 22 de enero de 2020

R´yleh, por Ángel Manzanárez

 Ilustración de Virgil Finlay (1966)

Por Ángel Manzanárez

Me desperté sobresaltado por el frío cosquilleo que produjo el azote de las olas bajo mis pies descalzos. Estaba sobre las aguas del Océano Pacífico. No me pregunten como lo sabía, supongo que es una característica propia de las realidades oníricas proveer al cerebro de información infinita. 

Caminé sobre las aguas oscuras, como un Cristo majestuoso bajo un horrible cielo de estrellas opacas. Avancé, y aunque el miedo reptaba por mi garganta como un horrible gusano blanco, no me detuve, aun cuando escuché emerger del mar un millar de voces impregnadas de antigua maldad. Era un lenguaje extraño e ininteligible, una letanía diabólica que no comprendía, sin embargo, me aterraba. 

La fuerza de las voces se multiplicó transformándose en una saturada conglomeración de ruido que me aturdió y me hizo desfallecer. Mi cuerpo se hundió en el frío océano, y en vano fueron mis presurosos intentos de emerger, pues era víctima de una fuerza incomprensible que me arrastraba hacia la profunda boca de un mundo desconocido. 

Todo fue confusión durante contados minutos, pero cuando por fin pude sosegarme, si es que podía hallarse sosiego en aquella situación, las voces ya habían callado. Observé alrededor, y mi mente no daba crédito a lo que mis ojos veían. Me encontraba en el fondo marino, un sitio gélido y lóbrego rodeado de malsanos corales de tonos enfermizos, y repleto de abismos mortales que llevaban a tumbas submarinas, donde cientos de civilizaciones antediluvianas dormían en el olvido. También admiré con terror a un monstruoso titán que dominaba en silencio las penumbras del mar. Era un pulpo gigante de piel traslucida, cuyo cuerpo entero estaba bordeado por incontables anillos azules que palpitaban como llagas purulentas. Retorcía sus tentáculos con la misma avidez que se retuercen las colas de los reptiles recién cortadas. El monstruo lanzaba profusas mantas de tinta. Era como si algo le inquietara. Pude ver también, no con menos asombro, como nadaban a mi alrededor varios peces prehistóricos y grotescos. Algunos tenían las escamas tan duras que daban la impresión de poseer una textura rocosa. Otros, poseían ojos redondos y saltones, con fauces enormes y una fosforescencia inicua propia de los seres anormales del fondo marino. Podría pasar largas horas narrando el paisaje jurásico que se alberga bajo el infinito mar, sin embargo, no fueron aquellos monstruos naturales los que mellaron mi cordura. Déjenme narrarles, aun con la poca sensatez que me queda, estos delirios de loco. 

Aún apreciaba yo aquel paisaje de pesadilla cuando aquellas demoniacas voces volvieron a la carga con su aberrante retahíla de plegarias. Tapé mis oídos fuertemente, y aun así, aquel lenguaje ultraterreno parecía taladrar mis manos, colarse en mis oídos y estallar en mi cerebro. 
Pude haber enloquecido ahí, pero aquello que me había llamado hasta las profundidades del océano no tenía planes de destruirme precipitadamente. Eso, fuera lo que fuera, tenía planeado consumirme poco a poco y lanzarme, desde la cúspide más alta de la locura, hasta el abismo más negro de la nada. 
Después de un largo canturreo, las voces callaron de nuevo. Aun así, el silencio fue menos tranquilizador que aquel gorgoteo ininteligible. Era un silencio de muerte, ese tipo de silencio que precede a los ecos del caos. 

Y entonces, algo gigantesco bramó; si lo hubiese escuchado en mi forma humana, fuera de la protección de mi pesadilla (o lo que creía yo, era una pesadilla) hubiera muerto de inmediato. Pero mi destino fue peor. Aquel gruñido fragmentó mi alma inmortal, la sumió en la fosa más oscura del desasosiego y la escupió en los espacios más recónditos del cosmos. El sonido que aquello emitió fue profundo, prolongado y ronroneante. Era el gruñido de algo de proporciones mórbidas, la llamada de un dios insidioso que premiaba a quien lo tuviera cerca, con la dádiva de la locura. Entonces, los peces y adefesios que me rodeaban se dispersaron entre las sombras buscando escondrijos bajo la arena, entre los corales y las algas, huyendo incluso hacia aquellos abismos de perdición que tanto me espantaban. Hasta ellos, que eran criaturas horrendas, temían al mal ancestral que las voces habían despertado con sus plegarias. 

Las corrientes se estremecieron y sobrevino el caos. La marea revuelta por las ondas sonoras de aquel gruñido inhumano y atemporal, me devanó como una hoja en un huracán. Sentí el agua golpearme con desdén y la frívola sensación de la muerte. Luego floté, inerte como un cadáver a la deriva, sin imaginar que mi truculenta travesía estaba muy lejos de terminar. 
Lo peor vino cuando la corriente regresó para acomodarse en su caudal. Nuevamente fui arremetido por las aguas turbias, esta vez hacia el lado contrario. No luché, simplemente cerré los ojos y me dejé llevar, como un barquito de papel que se pierde en una boca de tormenta. 

Desperté de mi letargo poco tiempo después y entonces admiré, con temor y fascinación, lo que cualquier explorador moriría por ver; Era una ciudad antigua y de aura sombría, una siniestra urbe cercada por altos muros de piedra ciclópea, cubiertos por una gruesa capa de fango verde que les daba un aspecto viscoso y vomitivo. Dentro de los muros de aquella ciudad sumergida, se podía escuchar de nueva cuenta el gorgoteo de las voces. Lleno de horror, pero sintiéndome prisionero de un influjo más poderoso que mi voluntad, traspasé los muros de aquella misteriosa ciudadela. 

Los edificios de aquella abominación de rocas y algas presentaban una arquitectura imposible y fuera de los cánones euclidianos. Eran como distorsiones de una dimensión monstruosa que convergía con la nuestra. Nada estaba en su sitio, y las leyes tridimensionales que rigen nuestra realidad parecían perder su efecto en aquel lugar. 

La arena bajo aquella ciudad maldita se movía hacia arriba y abajo en intervalos lentos como la respiración de un gigante. Y al compás del movimiento los edificios, los muros y las rocas se iluminaban con un tono verde y fosforescente. Aquel siniestro sitio vivía, brillaba y palpitaba como un corazón. 
Alcé mi vista aún pasmado ante aquel espectáculo luminiscente, y por fin pude ver a los dueños de aquellas voces; eran decenas de criaturas de rasgos anfibios y vagamente antropoides. Tenían cabeza de pez y ojos saltones, vacíos e inhumanos. Sus cuerpos eran de un color verde grisáceo y sus barrigas eran blanquecinas y lisas como una piedra de río. Sus manos y sus patas, que poseían membranas entre los dedos, terminaban en ganchudas y afiladas garras. Sus bocas, eran un nido de afilados dientecillos amarillentos y con ella proferían aquella letanía demencial impronunciable para nosotros; Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn
Temí por mi vida y mi cordura en aquel momento, mientras el enfermizo palpitar verdoso de las luces bañaba mi alma. 

Las voces de aquellos seres de pesadilla subieron en un crescendo vertiginoso que terminó por reducirme al llanto. Sentía una aprensión de muerte en el pecho y mi pánico creció todavía más cuando vi emerger de entre la arena, como asquerosos ácaros, a una populosa hueste de monstruos que superaban en fealdad a los demonios con rostro de pez. Esos seres de verdad eran terribles. Tenían el cuerpo de reptil, escamado y de un color verde sucio. Sus caras estaban llenas de enredados tentáculos que bailaban al son de las plegarias, y sus pequeños ojos rojizos brillaban en la oscuridad del fondo marino. Entonces, desplegaron de sus espaldas unas horribles alas membranosas y se unieron a las plegarias de los batracios emitiendo horribles sonidos guturales. 

De pronto tuve sobre mi cabeza a una corte monstruosa que berreaba invocaciones, y entre más letanías proferían aquellos monstruos, la arena parecía aumentar sus movimientos y la ciudad se iluminaba con intervalos cada vez más cortos. Grité enloquecido, desesperado por despertar. Pero mi garganta no emitió sonido alguno. Lloré como un crio y recé a mi Dios implorándole que me liberara de aquella pesadilla. Pero Dios no estaba en aquella ciudad perdida, no al menos el dios que yo esperaba. Y entendí entonces que, en aquel monumento atemporal, solo gobernaba la presencia de lo desconocido. 

La arena por fin dejó de agitarse y la fosforescencia insidiosa de la ciudad se apagó de golpe. Así mismo, las voces de los seres con rostro de pez y los horridos sonidos guturales de las creaturas que habían emergido de la arena fueron cesando paulatinamente. Pero estaba muy equivocado si pensaba que mi demencial viaje de pesadilla estaba por terminar. 

Un temblor comenzó a revolver la arena bajo mis pies. Lo que antes había sido una planicie donde los enrevesados edificios de arquitectura imposible se cimentaban, ahora comenzaba a convertirse en una boca que engullía por completo la ciudad. El sismo duró varios minutos, durante los cuales los edificios y los muros pasaron a formar parte de un negro agujero de diámetro incalculable. Jamás podría yo haber intuido la ancestral fuerza caótica que estaba a punto de emerger de aquel averno acuático. 

Los monstruos sobre mí se disgregaron temiendo al poderío de aquello que yacía más profundo que el fondo. Y fue entonces que una fuerte corriente burbujeante fue expulsada de aquella boca negra. Era como un géiser que vomitaba algas, pedruscos y arena. 

Un olor nauseabundo me golpeó las fosas nasales, y un terror indescriptible se apoderó de mí. 
La garganta se me cerró y no pude siquiera emitir un gemido lastimero. Quería gritar, retorcerme y rechinar los dientes como un demente, pero mi cuerpo estaba rígido como una roca. Mi cordura se estiró a límites insospechados y terminó por romperse cuando vi aquello que reinaba bajo el mar; Era una bestia inmensa, más grande que la ciudad que lo precedía. Primero asomó la cabeza y pude notar sus escamas pútridas y el moho de los siglos pegado en ellas. Su piel era verde y viscosa, y su tamaño de hombro a hombro rivalizaba con el de las montañas más grandes de nuestro mundo. Lo siguiente en emerger fueron sus alas membranosas y roídas por los incalculables siglos que había permanecido en cautiverio bajo el mar. Después, vi su rostro ancestral coronado con decenas de tentáculos. Su mirada roja y encendida era la reproducción de un caos cósmico que reverberaba como un eco antiguo. Finalmente, su cuerpo se dejó ver entre las burbujas, las algas y la arena. Era mórbido, escamoso y curtido, se me figuraba como el de un dragón. 

Aquel ser caminó a través del mar en busca de la superficie. Era una montaña andante decidida a destruirnos. Mi mente es finita como para comprender los designios de un ser tan antiguo como aquel, pero de su aura yo no podía discernir nada que no fuera caos y destrucción. 

Sucumbí a mi locura y caí de rodillas sobre la arena mientras aquel ser de indecible fealdad y malicia me dejaba atrás, persiguiendo un objetivo más importante y siniestro. 

Después de ver al caos encarnado en aquel ser milenario me sobrevinieron extrañas y veloces visiones. Vi a los planetas adoptar una singular alineación, y a los cultos malditos en diferentes partes del mundo celebrar rituales orgiásticos frente a un fetiche hecho a imagen y semejanza de aquel demonio. Esos hombres y mujeres lanzaban al viento los mismos conjuros que los horrendos seres de mi pesadilla habían estado profiriendo toda la noche. Y entonces mis oídos se abrieron y comprendieron lo que aquel rezo blasfemo significaba: "En la morada de R´lyeh, el difunto Cthulhu espera soñando". 

Vi también, similar a una profecía apocalíptica, cómo las estrellas de nuestra galaxia hervían hasta explotar, formando nebulosas horrendas y oscuras. El sol se congelaba y la luna ardía, mientras todo rastro de vida humana y cordura desaparecía del planeta. La ciudad de R’lyeh emergía nuevamente del mar, y Cthulhu se sentaba en su trono y gobernaba junto a sus huestes en un mundo de absoluto caos primordial. Los cuerpos se deshacían y los cuerdos buscaban la locura que les ayudara a asimilar tan nefasto destino. Finalmente, vi la nada y el polvo en el que nos convertiremos cuando esa criatura llegue a la superficie. Cerré los ojos con la resignación de un condenado a muerte, apreté los labios con impotencia y me sentí desvanecer junto con el universo. 

¡Dios mío, que horrible pesadilla! Aún podía sentir las fibras de mi cuerpo temblando de miedo. Me encontraba en un estado neurasténico y con los ojos cargados de lágrimas. Pero estaba seguro, no había nadie que pudiera lastimarme en mi habitación. Seguía en el Fleur de Lis, el mismo edificio de Rhode Island en el que me he hospedado desde que me adentré a la dichosa aventura de estudiar escultura en la academia de Bellas Artes. 

¿Acaso puedo regresar a la cama sin temer? ¡Estúpido de mí! Toda mi seguridad se transforma en bruma diluida al sentir la arcilla fresca secándose en mis manos. En mis delirios noctámbulos había sido mi cuerpo manipulado por hilos sobrenaturales para crear aquella abominación; en mis manos tenía resguardado un fetiche de arcilla horrendo, hecho a imagen y semejanza de aquel ser que vi en mis pesadillas. Y aunque mis recuerdos comienzan a diluirse conforme el alba irrumpe en mi habitación, ese horroroso bajo relieve de arcilla no me permite olvidar por completo. Quizá sí exista algo insidioso bajo el mar, y ese algo espera pacientemente para ser liberado de su prisión acuática y devolver nuestro universo a un estado de caos primordial. 

El día ya esclarece en su totalidad mi maltrecha habitación, ya hasta he olvidado el significado de aquellas letanías que retumbaban en mi sueño. Sé que quizá tengan que ver con las inscripciones crípticas que he tallado en el pedestal de la figurilla, pero no estoy seguro, quizá deba buscar la ayuda de algún experto en la materia, que ponga luz sobre el enigma. Y quizás, solo quizás, en la revelación vacía de este lenguaje sin pies ni cabeza, pueda encontrar la calma y darme cuenta de que lo mío solo fue una pesadilla combinada con algún extrañísimo caso de sonambulismo. Cualquier cosa puede servir si me ayuda a pensar que no estamos en peligro, y que no existen deidades destructoras venidas de las estrellas y prisioneras en nuestros mares.

2 comentarios:

  1. Una pesadilla deliciosa a la que entregarse en adoración. Me encanta la retorcida escena!
    Ia Ia!

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  2. Excelente relato. Ojalá compartas más de tu trabajo.
    Saludos

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