El extraterrestre estacionó su auto al otro lado de la calle y vino a
sentarse en la sala de espera. Él debió verlo con el rabillo del ojo.
Pero estaba ocupado cobrándole a una mujer de mediana edad de pelo
canoso y enrulado que usaba ropa atractiva, a la que le había tomado un
rechazo irracional. Los que tienen que lidiar día tras día con clientes,
en especial con dueños de autos, son propensos a tales antipatías. Vio
cómo ella se sobresaltaba intentando ocultar su sorpresa, levantó la
vista, y allí estaba el extraterrestre.
Los otros clientes en la fila de asientos hacían de cuenta, a su
manera inglesa, que no había sucedido nada especial. Terminó de atender a
la mujer. Pasaron otros autos y otros clientes; llegó el turno del
extraterrestre. Él salió a la calle y con gesto paternal le señaló el
camino hasta el hangar, luego lo hizo volver a la sala de espera
mientras examinaba el auto rojo. Ingresó la marca y el modelo del auto
en la terminal y empezó a revisar el diagnóstico.
El mecánico manejaba el negocio solo, con los robots y la presencia
electrónica del cajero, el gerente y la casa central. Sabía leer e
incluso escribir. Era una necesidad de su oficio. Estar conectado
rutinariamente en medio de toda esa maquinaria de funcionamiento
autónomo iría en contra de las normas de seguridad e higiene. Sólo usaba
el auricular que le daba indicaciones cuando trataba con modelos
exóticos, en los que las instrucciones venían incorporadas a las piezas,
e intentaba que sus clientes no lo supieran. La mística del trabajo
artesanal le parecía importante.
Por eso le llevó poco tiempo examinar el autito deslucido. Llamó al
extraterrestre y le explicó lo que había que hacer, gesticulando mucho.
La costumbre era que si uno no toleraba usar el género neutro al
hablar de otro ser viviente, eran todos tratados de “ella”. El mecánico
le echó una mirada disimulada al extraterrestre mientras hacía su
exposición: el perfil delicado, desprovisto de nariz, los hombros
caídos, el torso engrosado por varias capas de extraña ropa interior
debajo de la bata anodina, las piernas torpes con sus articulaciones al
revés. Tenía tanta apariencia de mujer como los manatíes que los
marineros solían llamar “sirenas”. La confusión, pensó, era un insulto
para ambas partes. Pero era absurdo esperar que los habitantes de otro
sistema solar fueran atractivos para los humanos. Él no tenía prisa. No
se sentía ofendido ni asustado, como tal vez se habrían sentido otros,
al ver a uno de su especie suelto, fuera del enclave. No cabía duda de
que el extraterrestre le daría una propina generosa, pero no era la
avaricia la que lo impulsaba a demorarse. Simplemente estaba contento de
tenerlo en su negocio.
–Sólo quiero que limpie el transformador.
No se sorprendió de que hablara inglés, aunque había imaginado que no
se tomaría la molestia. Pero lo último que esperaba de un
extraterrestre era que fuera tacaño.
–Será más barato a largo plazo reemplazar todo el sistema de escape.
Ha estado usando un alto porcentaje de metanol, aquí hay mucha
corrosión…
El extraterrestre bajó la vista.
–Venga conmigo…
Él lo siguió hasta la sala de espera, donde el extraterrestre se
replegó como un perro grande sobre uno de los asientos, con expresión
abatida, retorciéndose sobre el pecho las manos fruncidas de piel de
gallina.
–Lo voy a vender –explicó el extraterrestre–. Quiero que haga lo mínimo que sea legalmente necesario.
Se dio cuenta de que el extraterrestre no creía que su auto
entendiera inglés. Pero tampoco creía que eso fuera imposible. El
extraterrestre creía que si uno iba a decir algo desagradable sobre
alguien o sobre algo, tenía que retirarse de las inmediaciones de la
víctima. Las reglas de etiqueta eran inamovibles, claras y obligatorias.
El nivel de comprensión del auto era otro asunto, un tema para la
filosofía abstracta.
No era inusual que un mecánico estuviera familiarizado con la
psicología alienígena en este aspecto. La naturaleza alienígena se
discutía en los programas de televisión en horario central. El mecánico
podría haberse sumergido en el tema de haber tenido el tiempo suficiente
entre clientes.
–Lo que sea legalmente necesario –repitió. Estaba decepcionado,
práctica y espiritualmente, con la pobreza de su cliente, y sin embargo,
apaciguado por su extraña sensibilidad.
Claro que sabía que el estado de pobreza en un extraterrestre sólo
podía ser temporario y relativo. La propina sería escasa, pero ya se
presentaría algún otro beneficio.
Él (o ella) asintió con aire sombrío.
Asentían. Sus gestos eran muy humanos, pero diversos en su
significado cultural: para negar alzaban el mentón en lugar de sacudir
la cabeza. Era como si hubiesen tomado prestado a propósito un poco de
cada raza humana, y tal vez era así. Su viaje hacia el espacio humano
había atravesado tal saturación de emisiones humanas que nadie sabía qué
parte del comportamiento alienígena en la tierra era natural, y qué
parte era una representación elaborada con mucho cuidado.
–¿Espero o vuelvo más tarde?
Durante todo ese intercambio, los otros clientes habían permanecido
penosamente fijos en posiciones casuales o de aburrimiento. El mecánico
estaba encantado con su atención intensa y disimulada. Por suerte no
había niños que arruinaran el efecto de desinterés cosmopolita.
No quería que se quedara. Si se quedaba podía entablar una
conversación, convertirse en la propiedad temporaria de uno de estos
simples clientes.
–Mejor vuelva después –le dijo, fingiendo que lo lamentaba–. Tengo
otro trabajo que no puedo dejar en automático. Vuelva en eso de una
hora.
Cuando se fue, el arrepentimiento se volvió real. Salió a la calle
polvorienta y miró hacia arriba y hacia abajo. Era octubre. Las hojas
del plátano que asomaban sobre la pared del jardín silvestre de al lado
eran de un verde ácido bajo un cielo encapotado que prometía lluvia
desde hacía días. El centro turístico no estaba lejos: la enorme
eminencia que todo el mundo admiraba, y que alguna vez había sido el
centro de una ciudad portuaria llamada Liverpool. Alcanzaba a ver las
puntas diminutas de los míticos pájaros, dorados otra vez, que titilaban
sobre su monumento de gran aplomo comercial. Tierra adentro, la difusa
urbanización se extendía hasta los flancos de los Peninos: allí las
colinas nadaban ocultas a la vista como monumentos hundidos, hundidos en
el tiempo y perdidos para siempre, como la gran ciudad.
No había señales del extraterrestre.
Entró en el negocio, controló el progreso de varias operaciones y, en
silencio –para evitar los ojos de las cámaras–, se escabulló por la
puerta trasera y subió a su vivienda. Su mujer estaba en el trabajo. Sus
dos hijos, de siete y dos años, estaban con ella en el aula de clases y
en la guardería. Las habitaciones, pequeñas pero bien abastecidas de
bienes no perecederos, parecían extrañamente limpias y silenciosas. Se
quedó parado en la sala de estar y examinó una hilera de libros, discos y
revistas en la repisa de la biblioteca. Tratar con el
extraterrestre; Qué piensan de nosotros; Los viajeros de lejos; La
mirada alienígena; ¿Han estado aquí antes?; Xenobiología: Hacia el
inicio de una ciencia… El mecánico y su familia no estaban más
interesados en los visitantes alienígenas que el común de la gente.
Habían comprado los libros, aunque no los habían leído. Pero habría sido
una casa muy extraña, o muy pobre, si no hubiese tenido al menos alguno
de estos títulos.
En general, el mecánico no sentía que la raza humana estuviese
exagerando. Su mujer y él habían votado a favor en el referéndum europeo
sobre el cambio global de era, que ya estaba a punto de convertirse en
ley. Ese año, el año presente, sería para siempre el año tres: 3AC,
quizás, si el lobby del mundo anglosajón se salía con la suya. Después del contacto. Era
oficial, esto era lo más grande que le había sucedido a la humanidad
después de la difusa y distante “llegada de Cristo”. Y a diferencia de
Cristo, los alienígenas estaban aquí. Estaban en los diarios, en las pantallas. Eran indudablemente reales.
Todo lo que estaba en las repisas había sido ingresado en la base de
datos; la mujer del mecánico era meticulosa con esa tarea. Sus dedos
sobrevolaron el teclado. Pero la misteriosa inercia de la adultez humana
lo derrotó. El hijo de siete años era el único que usaba la base de
datos. Sacó un libro y luego otro, pasó las páginas, leyó uno o dos
párrafos. No sabía qué estaba buscando. Rodeado de cosas rígidas que no
le hablaban ni lo miraban, trató de imaginarse cómo se sentiría ser el
extraterrestre. Había conocido conductores sentimentales: autos con
nombres, autos a los que sus dueños llamaban “ella”, autos maltratados
por tener mala conducta. Se había sorprendido a sí mismo (excavando
fragmentos de recuerdos) dándole una palmadita afectuosa al flanco
lustroso de un robot mientras lo dejaba en su lugar.
Buen chico…
Buen perro…
Los extraterrestres no sabían nada de animales. Tenían herramientas
que trepaban, reptaban, volaban; pero las habían hecho ellos mismos. No
tenían noción de una creación separada, de vida que no fuera propia. Tal
vez las condiciones en su planeta de origen fueran diferentes, pero la
evidencia de sus reacciones y de sus propios relatos era otra. Parecía
probable que no hubieran compartido su mundo con nadie, con ningún
animal independiente de sangre caliente.
Bajó al área de servicio y miró la pantalla que mostraba la sala de
espera. Todo estaba tranquilo. No había vuelto. Se alejó de la pantalla y
se puso a trabajar entre los vehículos estacionados y las herramientas
que zumbaban. No tocó el auto del extraterrestre. Cuando éste volvió, le
dijo que estaba teniendo algunos problemas. Por favor, sea paciente, le
dijo. Vuelva más tarde, o espere.
No tomó nuevos clientes. La tarde se convirtió en ocaso. La sala de espera se vació hasta que él (o ella) se quedó solo.
Desde la parada del tranvía volvieron caminando a casa la mujer del
mecánico y sus hijos, la bebé en su cochecito. Él oyó las voces
infantiles que charlaban y se reían en la puerta de calle, y apretó los
dientes como si lo hubiesen interrumpido en una tarea delicada, que
requería de alta concentración. Pero no estaba haciendo nada, sólo
permanecía sentado en la penumbra, entre las herramientas silenciosas.
El extraterrestre estaba doblado en su asiento. Parecía un animal
vestido, un animal parlante de una especie desconocida, de algún dibujo
animado infantil. Se puso de pie y sonrió, mostrando la punta de los
dientes: el gruñido modificado que podía o no ser un genuino gesto
compartido.
El mecánico estaba avergonzado porque no tenía manera de justificar
su comportamiento. Un cliente humano, extranjero en una tierra extraña, a
esta altura estaría muy enojado o tal vez un poco asustado. El
extraterrestre parecía resignado. No esperaba que los humanos se
comportaran de manera razonable.
El mecánico sintió una furia misteriosa al pensar que no era la
primera persona en hacerlo dar tantas vueltas como ahora. Le habría
gustado decir sólo quiero tenerlo cerca por un rato…
Pero esa habría sido una confesión muy bochornosa.
–Quiero hacerle un favor –dijo–. No quise decírselo antes, temí que
se avergonzara. Estoy arreglando varias cosas, y sólo voy a cobrarle por
la limpieza.
–Ah.
Pensó que parecía sorprendido, tal vez cansado. Era imposible no
atribuirles sentimientos humanos, no leer expresiones humanas en sus
rostros extraños.
–Gracias.
–Era lo menos que podía hacer, ¡ya que vino de tan lejos!
Se rió nervioso. El extraterrestre no. No se reían.
–¿Le gustaría subir? ¿Le gustaría algo de comer, una taza de té? Mi esposa y mis hijos estarían encantados de conocerlo.
La invitación no era para nada sincera. Lo último que quería era
verlo dentro de su casa. No quería compartirlo con nadie. El
extraterrestre le dirigió una mirada irónica, como si supiera
exactamente lo que sucedía. Según algunas lecturas de su comportamiento,
eran telepáticos: lo hacían entre ellos con mucha intensidad, y de
forma más moderada con los humanos.
Por otra parte, seguro que otros lo habían molestado antes de la
misma manera… como si fuera un animal adiestrado. La idea lo hizo sentir
vergüenza, de sí mismo y de esos otros.
–No, gracias –Miró al suelo–. ¿El auto estará listo mañana?
La calle estaba a oscuras. Había algo de luz ahí mismo, lejos de los
hoteles y los centros comerciales y los monumentos iluminados, bañados
por el agua. Se sintió culpable. El pobre extraterrestre estaría
contando mentalmente su dinero, preguntándose qué hacer a continuación.
Los extraterrestres que viajaban solos eran rarezas en cualquier lugar.
Si no podía refugiarse en un gran hotel lujoso, lo molestarían. La gente
se amontonaría a su alrededor, lo apuntarían con sus cámaras.
Pero eso no era culpa del mecánico. Él no quería capturarlo.
Tampoco quería sacarle dinero. Le habría gustado que se quedara allí,
mantener su presencia real. Podría dormir en los asientos. Él podría
bajarle algo de comida. Les gustaban algunos alimentos humanos: helado,
pan blanco, hamburguesas; nada demasiado natural.
–Sí, claro, vuelva mañana. Abro a las nueve.
Le dijo a su esposa que tenía que trabajar horas extra. Eso nunca
pasaba, pero ella aceptó la idea sin hacer comentarios. La rutina de su
vida juntos era tan tranquila que podía tolerar una mentira obvia de vez
en cuando sin provocar demasiadas olas.
Se sentó solo en el local de las máquinas y miró a su alrededor.
Autos.
Era extraño ver cuántos europeos sedentarios y urbanos todavía
sentían la necesidad de poseerlos, incluso con el racionamiento de
combustible y todas las demás leyes de protección ambiental. El mecánico
no podía quejarse. Era un trabajo estable, y en general muy placentero.
Esta es mi gente, pensó, tomando el punto de vista alienígena. Mi
gente, las ovejas de mi rebaño. Tenía una abuela que solía ir a la
iglesia. Pero entonces volvió la idea de los animales, la separación de
una forma de vida de otra. No era eso lo que pasaba entre un
extraterrestre y una máquina alienígena. Se acercó al auto, que estaba
sujeto con el cepo en una postura indigna, un paciente indefenso.
–¿Hola? –dijo vacilante.
El auto no respondió, pero la atmósfera en el local cambió. Al
hablarle en voz alta él había modificado algo: su propia percepción. De
hecho, se había puesto en ridículo. Sólo pudo captar la estela de una
emoción más interesante. Era un niño atravesando la puerta de la casa de
la bruja, deliciosamente asustado. Pero nada de lo que pudiera decir o
hacer volvería real aquello que había imaginado: nada haría que viera
pestañear los ojos robóticos, ni que la mandíbula de metal se abriera en
una sonrisa y hablara. Nada, salvo la locura, podría cambiar tanto las
cosas.
Empezó a trabajar, o mejor dicho, puso a los robots a trabajar. Ahora
no tenía opción; tenía que hacer lo que había prometido, y de algún
modo hacer cerrar la cuenta. Nada de lo que sucedía en su garage pasaba
sin ser grabado. El mecánico nunca había intentado eludir el sistema de
la compañía de forma ilegal. Nunca había sido de los que encuentran
tentadoras las complicaciones del crimen, y ahora no sabría por dónde
empezar. Se puso muy triste al pensar en lo que tendría que hacer: el
encubrimiento incómodo de este impulso extraño.
Las máquinas autónomas patinaban de un lado al otro. Otras se
desplazaban por los cables aéreos y estiraban sus cabezas de serpiente.
El mecánico estaba inquieto. El autito, un modelo coreano de quince años
con quemador de metanol, carcaza de plástico rojo, embrague y
suspensión líquidos era un equipo complejo de alta calidad, que podría
servir otros diez años más. Le hacía falta algo de atención, pero no
necesitaba de su atención práctica en absoluto. Se quedó contemplándolo.
Soy redundante, pensó: una reacción exagerada normal a la robótica.
¿Por qué los extraterrestres no se sienten redundantes? Se esforzó por
realizar la acción mental de mirar más allá del espejo. Si no fuera por
los humanos, si no fuera por mí, no habría autos, robots, ni ninguna
otra máquina. No puedo ser reemplazado. Aun si las máquinas se vuelven
conscientes, si se vuelven “humanas” (el cuco permanente de los medios
masivos), yo seguiré siendo Dios. El creador. El origen.
Arriba, en casa, el bebé ya estaría acostado y el niño también,
arropado por uno de los robots tutores hogareños que complementaban la
educación que recibía de los empleadores de su madre. La madre estaría
disfrutando de su velada, cómoda en su nido repleto de equipos.
De modo empático y subliminal, el mecánico estaba al tanto de sus idas y venidas, de la rutina familiar.
Descubrió por qué el extraterrestre lo llenaba de un deleite inútil e
inarticulado. Las máquinas hacían promesas pero no podían cumplirlas.
No dejaban de ser cosas, y las personas no dejaban de estar
solas. El mecánico había visitado los Parques Nacionales de su país, las
grandes extensiones de tierra que debían permanecer inalteradas, sin
importar cuán pequeña resultara su sala de estar. Aceptaba la necesidad
de su existencia, pero la única emoción que podía sentir era
resentimiento. No sentía ninguna amistad por la naturaleza. Los animales
podían ser mascotas, pero no eran parte de uno, no eran lo mismo. Los
extraterrestres eran la solución al aislamiento humano: un mundo
parlante, un mundo con ojos; la compañía soñada por Dios. La visita de
los extraterrestres había hecho surgir en él un descontento hacia Dios.
No podía hacer que el extraterrestre se quedara. Pero tal vez podía
aprender de él, compartir su experiencia enriquecedora. Imaginó el
hangar como un microcosmos de la tecnología y la civilización humanas,
un mundo arrancado como ectoplasma de su centro humano, lleno de
criaturas creadas a su propia imagen y semejanza: sus dedos y sus
pulgares, sus dientes, sus articulaciones flexibles, sus músculos fofos.
Incluso su mente, en su nube química discontinua, permeando el soporte
físico de su cerebro.
Entusiasmado con esta idea, se levantó y corrió hasta el teclado del
hangar. Extrajo el equipo robótico, los brillantes brazos articulados
que se deslizaron y plegaron contra la pared. Sacó una caja de
herramientas. Le haría el mejor halago posible al auto del
extraterrestre. Le otorgaría el beneficio de su artesanía, el tipo de
servicio “orgánico, natural” por el cual los ricos pagaban sumas
astronómicas.
Durante un rato trabajó como Adán en el Edén, nombrando alegremente
las subcreaciones con sus manos y su mente. Trabajó, se detuvo… Se sentó
en el piso frío, de manchas oscuras, con una llave de tubo en una mano y
un trapo en la otra. Las luces del techo lo iluminaban. Según entendía
el mecánico, ellos construían cosas con bacterias. Bacterias que
provenían de la misma flora intestinal de los alienígenas, y lo
infectaban todo: cada herramienta y cada mueble, incluso la inmensa
carcasa de su mundo-nave. Los humanos, cuando querían expresar
sentimientos de profunda comunión con su planeta, con su raza, hablaban
de “sentirse parte de un gran todo”. Por haber vivido tantos años en un
mundo creado por ellos mismos –desde el comienzo de su evolución, según
los expertos– los alienígenas no podían experimentar “sentirse parte”. No había partes en su continuum: ni espacios, ni bordes divisorios.
De pronto se sintió asqueado. Los científicos habían establecido que
las bacterias alienígenas eran inofensivas. Eso decían, pero tal vez
estaban equivocados. Tal vez era una gran mentira que sostenían para
evitar el pánico en las calles. Deseó no haber tocado el auto. El
extraterrestre lo había estado usando durante meses. Debía estar todo
recubierto de ese limo invisible y reptante.
¿Cómo era ser parte de un mundo vivo? Miró la llave que tenía en la
mano hasta que el mango de metal perdió su lustre. Se recubrió de piel.
La cavidad ajustable de la llave se convirtió en un orificio musculoso,
fruncido como un ano, cuyos bordes húmedos se retrajeron por un
movimiento del mango tumescente. El mecánico sintió náuseas, pero no
pudo soltar la herramienta. No podía alejarse de ella. Si la dejaba
caer, esa gota rezumante de consciencia, adherida a su mano, no se
separaría de él. Cuerdas minúsculas, hebras de limo viviente se
aferrarían y los mantendrían unidos. El aire que respiraba estaba lleno
de consciencia, de sustancia humana.
Se paró. Se alejó. La carcasa de un robot se hundió como si fuera de
carne. El mecánico dio un aullido y un salto. Su mano, en la que crecía
el mango que se recubría de piel, golpeó el teclado y todas las
herramientas se accionaron de repente.
Se quedó de pie, sintiendo su propia reacción visceral, apresurada,
palpitante; a salvo por un instante gracias a la noción espacial de su
esquema corporal. Y luego las paredes se cerraron sobre él. No había
luz, sólo una oscuridad rojiza. El mecánico gimió. Luchó contra una
horrible necesidad de vomitar y manoteó con desesperación, buscando las
teclas.
Cuando todo se tranquilizó, se quedó sentado un rato. Tal vez fueron
minutos, pero pareció mucho tiempo. Al fin dejó de sentir ganas de
vomitar y logró soltar la llave. Se sentó con la cabeza entre los
brazos; entonces se dio cuenta de la humillante posición fetal que había
adoptado y de a poco se incorporó. Respiró hondo.
El garage era el mismo de siempre: un lugar muerto y seguro. Entendió
que había sido muy privilegiado. De algún modo había logrado entrar por
un breve instante en la mente alienígena, había visto el mundo a través
de ojos alienígenas. ¿Cómo podía esperar que fuera una experiencia
agradable? Ahora que había terminado podía aceptarla, y se sintió
agradecido de verdad.
Al fin, jadeó y suspiró y empezó a poner la consola en marcha. Ya no
podía tocar el auto con herramientas manuales. Además, temblaba
demasiado. Pero a la mañana siguiente le entregaría el auto al
extraterrestre, como había prometido, lo más nuevo y reanimado posible.
Estaba en deuda con él.
Había intentado tomar algo del extraterrestre a la fuerza. Y lo había
conseguido. No era culpa del extraterrestre que él hubiese querido
jugar con fuego y se hubiese quemado. Haciendo un enorme esfuerzo ante
la sensación de carne viva de las máquinas, preparó las operaciones
necesarias.
En poco tiempo todo estuvo listo. Pero era muy tarde. Ahora su mujer
le haría preguntas, y él tendría que contarle algo de lo que había
sucedido. Se quedó mirando la carcasa plástica y las ingeniosas
entrañas, taimadamente baratas, debajo del capó levantado. Decían que
las máquinas no podían convivir con la ecoesfera. Algún día la raza
humana tendría que abandonar una cosa o la otra: los autos a motor o “el
medio ambiente”. Pero ese “algún día” todavía parecía lejano. Mientras
tanto, esta era una acertada y pequeña concesión con el desastre.
Se sintió solo y triste. Había visto cómo otro mundo entraba en su
vida, había intentado atrapar ese fenómeno y sólo había encontrado algo
mucho peor que el vacío. Quería que el extraterrestre le brindara un
mundo de ensueño más allá del arcoíris. Había encontrado, en su lugar,
un Edén malsano: un tesoro cuyo deleite era tan imposible como regresar
al vientre materno.
El mecánico volvió a suspirar y cerró con cuidado el capó.
El auto rojo se acomodó un poco.
-Gracias –dijo.
El extraterrestre llegó a las nueve de la mañana. El auto estaba
listo, reluciente en el patio delantero. Dejó su bolso, que no llevaba
colgado en la espalda ni en el hombro, sino encajado bajo la axila de
ese modo desbalanceado tan característico. Él pensó que tenía aspecto
cansado y nervioso. Casi no miró el auto. Tal vez, al igual que los
humanos, no quería saber cuánto lo habían estafado.
-¿Cuánto es el daño? –preguntó.
El mecánico se sintió dolido. Le habría gustado repasar todos los
arreglos con el extraterrestre: extraer la dulce miel de su aprobación, o
quizás solo prolongar un rato más esta transacción menguante. Tuvo que
recordarse a sí mismo que el extraterrestre no le debía nada. Para éste,
los sentimientos no eran románticos ni extraños en modo alguno. El
mundo en el que vivía era común y corriente. La experiencia del mecánico
era asunto suyo, había sido un asunto interno desde el principio. El
extraterrestre no era responsable de las manías de la psicología humana,
ni de incidentes paranormales imaginarios.
-Mire –dijo el mecánico–. Tengo una propuesta para hacerle. Mi hijo
mayor acaba de pasar su examen de manejo. Claro que no le permitirán
salir solo por un tiempo. Pero pensaba comprarle un autito. Yo, como
verá, no tengo auto, nunca sentí la necesidad. Pero a los chicos les
gusta la libertad… Me gustaría comprarle su auto.
Bajo la fría luz de la mañana no se atrevió a decirle la verdad.
Sabía que el auto no volvería a hablarle nunca más. Pero había sido
tocado por el mundo del otro, y sólo quería quedarse con algo: con algún
tipo de prueba.
Por el bien del extraterrestre, sin embargo, mantendría la historia
del hijo. No había que alimentarles la idea de que los seres humanos los
consideraban mágicos.
–A precio de lista –agregó enseguida–. Y un poco más. Porque
cualquiera pagaría un poco más por un auto que ha sido manejado por uno
de nuestros famosos visitantes. ¿Qué dice?
De modo que el extraterrestre salió del negocio con su tarjeta
electrónica bien cargada. Dobló en la esquina, junto al jardín con las
hojas de plátano que colgaban sobre la reja, y mostró los dientes
puntiagudos en un gesto que parecía una sonrisa. La despedida pudo haber
sido tanto para el auto rojo en el patio delantero como para el humano
que estaba a su lado, pero, de todos modos, hizo que el hombre se
sintiera mejor.
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