Relato extraído de Morada de Relatos
Desterrados pero no derrotados, los
dioses primigenios esperamos. En un letargo autoimpuesto, aguardamos el
regreso de nuestra hegemonía. Desamparados, perdimos nuestra libertad y
poder en la gran guerra contra los dioses arquetípicos. Con el tiempo,
supe de dioses que habían conseguido recuperar sus terribles cultos y
esparcían orgullosos sus retorcidas simientes a través de los planos,
tejiendo una red de influencia hasta los límites estelares de su
confinamiento. Su intención: asegurarse una posición más elevada a la
que tuvieron antaño en tiempos de guerra. ¡Estúpidos! Sus simples
victorias sobre algunas razas les habían cegado, pues no eran
conscientes de que no somos ni la sombra de lo que fuimos y locos
algunos, tenían fe en la venganza.
Mi destino y penitencia fue el mismo
templo que albergaba mi poder, ubicado en un planeta arrasado y
esterilizado de cualquier forma de vida por los dioses vencedores. En
tanto que soy infinito, también lo puede ser mi paciencia, como
demuestran los milenios que pasaron antes de que un simple ser entrara
en mis dominios. Cuando noté su presencia, inmediatamente me apoderé de
él, pues infinita también puede ser mi ansia. No tengo constancia de qué
ser era pues rápida le llegó la muerte al atraparlo con mis invisibles
manos, devorándole cuerpo y alma, sin dejar restos de recuerdo ni
existencia. Largo tiempo pasó hasta que no entró otro ser a mi templo
hecho ruinas. ¿En qué me había convertido? Mi temple antes honorable,
había sucumbido a la voracidad y eso me había costado mi regreso. Con el
tiempo y totalmente consciente de mi actual situación, esperé con
paciencia otro contacto.
Antes de nuestra caída, nunca habría
implorado al azar una simple alma; el contraste con mi deplorable estado
actual y carente de poder resultaba desolador. Antes de la gran guerra,
disponía de multitud de siervos que me adoraban como primigenio menor;
invocaban mi presencia para sus retorcidas intenciones y a cambio
obtenía las almas de sus enemigos como muestra de su devoción. En esa
época, una inquietud surgió en las mentes de algunos dioses primigenios.
La inquietud se tornó ansia y se nos convenció para luchar en una
guerra por el poder absoluto, una guerra para arrebatar a los dioses
arquetípicos aquello que creíamos que nos pertenecía. Aunque las
batallas se sucedieron sin un claro vencedor, finalmente los dioses
arquetípicos se alzaron con la victoria. Orgullosos con su victoria, se
regodearon en humillarnos. En tanto que no nos podían eliminar por
nuestra condición de dioses, destruyeron nuestros templos y aniquilaron
las razas que nos adoraron, borrando todo conocimiento de nuestra
existencia. Débiles y heridos, nos dispersaron por el vasto universo. A
los más poderosos los sellaron en los confines más remotos para
garantizar su eterno letargo. A algunos los fragmentaron en varios
planos para debilitar su poder y consciencia. A otros nos confinaron en
nuestros antiguos templos, siendo testigos inmortales de nuestra
miseria, atrapados en lo que una vez fueron nuestros hogares.
Pasé milenios meditando y esperando a que
apareciera otro ser. La voracidad se tornó desasosiego, el desasosiego
se volvió paciencia, y luego surgió el sopor. Lo abracé, aprendí y en él
encontré mi verdadero poder. Fue entonces cuando fui consciente de
quién era y cuál era mi propósito. Y empecé a comprender, a conocer mi
poder y mi verdadero nombre.
Según nuestra condición, los dioses primigenios podemos influir en seres inferiores de distintas formas. Aunque podemos eliminar su existencia con un simple pensamiento, requerimos de ellos como medio para conseguir nuestros fines. La mayoría de los primigenios están limitados por los elementos, requiriendo de una transformación lenta y laboriosa de las razas que les adoran, para poder otorgarles sus bendiciones y así beneficiarse completamente de su veneración. Algunos son la misma esencia del caos y su sola invocación destruye planetas y enloquece planos enteros. Un incoherente torrente de poder que ni ellos mismos pueden controlar. Otros, como yo, no tenemos limitaciones por los elementos o razas. Somos conscientes del control de nuestro poder y nuestra influencia radica en un estado de la mente. Las emociones primarias de cada raza son la puerta de entrada para nuestro control y de ellas nos servimos en la labor de dioses. Porque, ¿qué es de un dios sin siervos?, ¿qué razón de existir tiene un dios, sino la de influir en las emociones más atávicas de quienes lo veneran? Todo dios tiene un origen, un nacimiento del que solamente él es consciente. No conoce su origen ni la razón de su existencia, solamente sabe que existe y que por tanto tiene una razón de ser. La edad de un dios no es importante, ni es usada como comparación con otros dioses para demostrar importancia o algún tipo de superioridad jerárquica; pero cuando un dios sabe su propósito, empieza a existir como tal y es conocedor de su potencial. Podemos pasar eones vagando por los planos del universo sin saber realmente cuál es nuestro propósito. Hasta que un día, se produce el despertar de la razón.
En mi reducto, pasé tiempo observando
entre las sombras, a ras de suelo y a través de la piedra, esperando el
momento oportuno y acumulando poder. Al fin otros vinieron y estos,
atrajeron a más. Cuando su confianza fue firme, enviaron a un grupo a
las catacumbas de mi morada, preparados para lo que pudieran encontrar
dentro. Parecían entusiasmados en la exploración y buscaban con interés
posibles tesoros. Podían buscar cuánto quisieran, allí no había nada de
valor. También podían prepararse con todo tipo de armas, no les
servirían contra mí. O podían haber cultivado su alma, pues no sería
suficiente fortaleza para mi influencia.
Cuando lo creí propicio, les hice presos
en sus cuerpos azuzándoles con imágenes y sensaciones del sopor eterno.
Entré en sus mentes y las resquebrajé, uno a uno. Comprendí luego el
temor de su raza y lo hice mío. Los liberé, imbuidos con la locura del
saber de mi existir. Ellos fueron mis primeros adalides, haciendo a sus
semejantes conocedores de mi presencia. Mis tentáculos de influencia se
extendieron hasta su población y les infundí el miedo a sueños y
vigilias, el temor a existir, al no reposar y al simple hecho de pensar.
A todos ellos, les volví latentes y les sumí en la más terrible de las
realidades hasta que desearon no pensar, para luego entregarles el
júbilo del sopor y la desgana. Por fin lo había comprendido, yo era
Phelgoras, el sopor eterno. Yo soy el sueño del desvelado, la
indiferencia ante la impotencia, soy el hastío de la existencia.
En poco tiempo, hube esclavizado a toda
la población y no quedó reducto que no fuera pasto de mi poder. Supe que
eran colonos de otro mundo que habían aterrizado sus naves en mi
desolado planeta, buscando minerales y agua en el subsuelo.
Afortunadamente para ellos el subsuelo era rico en agua y fósforo, los
elementos que necesitaban para subsistir y hacer funcionar la mayoría de
su instrumental. Al parecer, los dioses arquetípicos sólo esterilizaron
la superficie del globo. Con mi poder, fácilmente les di acceso a los
materiales que necesitaban, pudiendo asentarse y reproducirse.
Crearon comunidades, cortaron
comunicación con la base y olvidaron su origen. Aquí eran felices, pese a
su desanimada expresión. A diferencia de lo que pudiera parecer desde
una perspectiva subjetiva, mi influencia no les hizo desgraciados, sino
todo lo contrario; les entregué un inalterable estado de agradable
parsimonia, en el que la tristeza o la alegría tenían la misma
repercusión en su ser. Se podría decir que les quité el dolor a cambio
de la felicidad. Disponían de libre albedrío, por supuesto, pero mi
influjo les incitaba a adorarme. Con las generaciones, el estado
parsimonioso se hacía evidente ya en los recién nacidos, siendo muestra
de alegría contenida en la familia si un hijo tenía el rictus y no
lloraba nada más nacer. El llanto, la risa y las palabras fueron
sustituidos por murmullos, y estos por el silencio. Con ello, la raza
transcendió a un nivel comunicativo superior, usando únicamente el
pensamiento. Aunque sus expresiones no lo denotaban, me estaban
agradecidos por los dones que les había otorgado y yo me regocijaba en
sus progresos.
Mi culto había sido reconstruido con
creces y gracias a mi amparo, mis sirvientes volvieron a dar el salto a
las estrellas y a los distintos planos a los que eran afines. Con mi
autoridad, les incité a recuperar el contacto con su planeta natal, y no
tardaron en esparcir mi fe y mi don a toda su raza. Mi influencia a
través del universo, solamente estaba restringida por el límite de mi
discreción y astucia.
En mi decrépito estado, había encontrado
mi verdadero poder para sobrevivir, cambiando completamente mi
concepción. Con el tiempo, he empezado a tener idea del alcance de mi
nuevo poder y a pensar que esos locos dioses que buscaban venganza,
quizás no eran tan locos ni su cruzada tan descabellada. Quizás como en
mi caso, otros habían descubierto su auténtico poder, creando una nueva
generación de dioses: los renacidos. Dioses con nuevas intenciones, que
habían olvidado sus antiguos poderes y con ello sus restricciones. En su
prepotencia, los dioses arquetípicos nos habían obligado a obtener más
poder del que podíamos imaginar.
Este relato puede encontrarse en Morada de Relatos. ¡Síguelos!
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