Número 24 – Agosto 2024

5189 palabras, relato

Presa

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No he visto mayor expresión de horror en toda mi vida, eso lo puedo jurar. Esos ojos… No puedo borrar esos ojos de mi memoria. Si no eran sinceros, válgame el cielo, ya no sé si soy capaz de leer el más simple sentimiento, la mínima brizna del alma humana. Pero estoy seguro. Su testimonio, toda esta historia… Sé que es difícil de creer. Yo mismo sigo dándole vueltas, y cada vez estoy más convencido de que allí pasó algo. Algo inexplicable. ¿Que cómo lo sé? Ustedes lo han visto, ¿verdad? Me refiero al lugar. Sólo hay que pisar esas tierras para darse cuenta de que tienen un algo… Una fuerza extraña. No sé cómo describirlo. Es como un aura, ¿me siguen? Se percibe nada más poner el pie en esas montañas, justo al cruzar el puerto. Ese valle, quizá sea por el río, por la intensa humedad, está siempre sumido en la bruma, una borrina que se te mete hasta los huesos. Yo no soy ajeno a la zona, sé de lo que hablo, y, sin embargo, siempre he evitado pasar demasiado tiempo allí. No soy el único. Pocas veces verán a los locales cruzar a pie esos bosques. No ayuda tampoco que el lugar sea tan inaccesible. Como mucho, en los días buenos del verano, encontrarán algún excursionista perdido, foráneo, seguro. Desde que ese tipo, el periodistucho aquel, hizo su reportaje sobre el pueblo viejo, el que quedó inundado por la presa, han ido acercándose algunos curiosos. Atraídos por las ruinas, por el misterio que se palpa en la región. A poco que investiguen, descubrirán que el mal fario de este valle viene de largo. Pero me estoy perdiendo… Vamos con lo de Iturralde.

Ese chico, maldita sea, ¿qué tenía, treinta y pocos años? Físicamente aparentaba más… Había pasado la mitad de su vida entre rejas. Por eso mismo, unos ojos como los suyos, acostumbrados a observar de frente el más puro horror, alguien que ha experimentado en primera persona la mayor de las bajezas humanas… Lo que encontré en aquella mirada, sin embargo, era otra cosa. Estarán pensando, ¿cómo es posible que pueda compadecerme de una persona tan miserable? Son gajes del oficio, me temo. O bien los años de sacerdocio programaron en mí una suerte de esperanza en la redención del Hombre, o el propio hecho de haber abandonado los hábitos me convirtió en un paria capaz de empatizar con los residuos de la sociedad; al fin y al cabo, a ojos del que había sido mi círculo y mi familia, yo no era muy diferente.

Reconozco que cuando leí el expediente de Héctor Iturralde sentí un profundo asco. Violación grupal contra una chica de solo catorce años. Entonces él tenía veinte. Era indignante. Un chico que lo tenía todo, que había iniciado estudios universitarios, una familia sin problemas económicos y toda la vida por delante. Un niñato, egoísta y estúpido. Deshumanizado. Quizá recuerden el caso, ¿verdad? Salió en prensa y televisión durante semanas. Yo no suelo prestar demasiada atención a los medios de comunicación, debo reconocerlo, pero por lo que tengo entendido así fue… El muy idiota grabó su miserable acción en un teléfono móvil, incapaz de entender las consecuencias. Fue condenado a veinte años, de los cuales cumplió más o menos la mitad. ¿Saben lo que eso significa, verdad? Todo el mundo conoce la ley no escrita de la cárcel. Estuvo a punto de morir cuando uno de los presos le clavó un pincho en la espalda. Algunos hubieran hablado de justicia. Bien, quizá fuera cierto.

Lo que encontré cuando recibí en mi despacho a Héctor Iturralde fue a un hombre acabado. Su carácter era adusto, seco. Comprensible. Apenas habló mientras yo le explicaba el funcionamiento del sistema de reinserción. La verdad es que al verlo me pregunté por qué alguien como él, todavía joven, elegiría trabajar en un lugar tan aislado en mitad de los montes asturianos. Vigilante de seguridad en una presa casi abandonada, en mitad de un parque natural, alejado de los grandes núcleos urbanos que suelen preferir otros ex-presidiarios con los que trato habitualmente. Tras nuestra entrevista, y al analizar el informe, acabé comprendiendo la razón: aquel chico deseaba poco contacto con el género humano. Su familia lo había dejado de lado, todo su entorno lo había exiliado. Nadie quería tener nada que ver con él tras la notoriedad que adquirió en la prensa, claro… Como digo, ustedes lo recordarán mejor que yo. Pueden imaginar las vejaciones de las que fue víctima en la cárcel. Con tipos como él es habitual, y más siendo un crío, un urbanita de clase media, ya me entienden. Todos estos hechos, en fin, habían cocinado a un hombre con poco interés en integrarse de nuevo entre sus semejantes. Creo yo que él seguía encerrado en una cárcel interior. Imagino que por eso decidió que un destino así, aislado, era su mejor baza al salir del trullo.

Le puse al corriente de su nuevo puesto de trabajo y le pregunté por sus estudios. No había aprovechado su estancia en la cárcel para terminar la universidad a distancia. Tampoco creo que tuviera mucha vocación de estudiar, siendo sincero. En fin, a pesar de no tener estudios y su nula experiencia laboral, más allá de los trabajos de mantenimiento que había ayudado a realizar en la cárcel, tenía lo suficiente para encargarse del cuidado y mantenimiento básicos de las instalaciones de la antigua presa.
Unos días después de aquel primer encuentro, yo mismo me encargué de trasladarlo hasta su nuevo destino ocupacional. La mayor parte del viaje lo realizamos en silencio, en mi coche. A medida que nos alejamos de la ciudad y nos internamos en las montañas, el clima fue volviéndose más y más frío. Recuerdo que fue uno de esos días grises por culpa de la niebla. A ambos lados de la carretera, los árboles y pastos se fueron convirtiendo en sombras chinescas proyectadas de manera intermitente sobre el velo húmedo, como piezas de un zoótropo. Tuve que reducir la velocidad debido a la escasa visibilidad en las carreteras del parque natural. Sobrepasamos la región de los Lagos de Covadonga y nos desviamos antes de alcanzar el emplazamiento de las minas de la Buferrera, para luego internarnos a través de las carreteras zigzagueantes que enfilan hacia la región donde se encuentra la antigua presa.

El viaje transcurrió sin imprevistos hasta que alcanzamos la verja que bloquea el paso al recinto. Un operario nos aguardaba allí y activó el mecanismo de apertura. Poco después, franqueamos la entrada y enfilamos a través de un camino serpenteante hacia la casa del vigilante. Escuchamos el ladrido de los perros mientras conducía el vehículo hacia la zona de aparcamiento.

Pasé aquella mañana en la presa, pues el operario se ofreció a enseñarnos a ambos las instalaciones. Me pareció adecuado conocer el destino ocupacional del chico de cara a realizar el seguimiento, y realmente era una oportunidad de satisfacer mi curiosidad por el funcionamiento de semejante infraestructura, así que acepté. Por lo general me gusta asegurarme de que todo queda en orden antes de centrarme en un nuevo caso.

Debo decir que la presa es… Bien, no sé si les sucede a ustedes lo mismo que a mí, pero estos lugares son, ¿qué diría yo? Desmesurados. Sí, esa sería la palabra. Podría compararlo de alguna manera a la sensación que transmiten las catedrales, pero mientras estas construcciones son obras erigidas a la gloria de Nuestro Señor, una vía para la comunicación del alma humana, un axis mundi que une nuestro mundo terrenal con la vía celestial, las grandes estructuras de ingeniería encogen el corazón justo por la razón opuesta. Esa carencia de alma, esas dimensiones sobrehumanas donde prima la funcionalidad práctica sobre cualquier atisbo de estética… Pueden resultar estremecedoras. ¿Han visto el aliviadero de la presa? Les aseguro que no es lo mismo ver una fotografía aérea del lugar que plantarse frente a semejante oquedad abierta en un murallón de hormigón de más de cien metros de altura. Personalmente, me temblaron las piernas al imaginar la masa de agua capaz de emerger por aquella abertura. No negaré, sin embargo, que guarda una belleza brutalista. La tecnología humana enfrentada a la fuerza natural. Uno se siente muy pequeño, débil, diminuto. Para muestra de lo que digo, durante la visita, el operario nos condujo frente a los grandes portones metálicos que separan los túneles internos de la descomunal masa de agua retenida tras ellos. Allí nos explicó que la simple abertura de un milímetro provocaría que una lámina de agua emergiera con tanta velocidad que actuaría como una cuchilla capaz de seccionarnos por la mitad. Ahí es nada.

Disculpen que me detenga en esos detalles, quizá intrascendentes, pero lo que quiero expresar con todo esto es… Bien, el chico, Iturralde, debía pasar allí la mayor del tiempo solo. Imaginen lo que eso significa; párense un momento y pónganse en su piel. El aislamiento propio de la región natural, el silencio abrumador de aquellos pasadizos húmedos y oscuros como cavernas. La soledad en una infraestructura cuasi abandonada de dimensión pantagruélica. Ya sabrán que los operarios normalmente realizan su labor en las instalaciones de la central eléctrica, la que se ubica más abajo, siguiendo el curso del río. Los sistemas de alarma están informatizados, por lo que el control de seguridad de las instalaciones se realiza desde allí. Sólo de vez en cuando, algún operario especializado acude a la presa para efectuar reparaciones o ajustar los aparatos. Iturralde sólo debía efectuar labores de vigilancia y garantizar la servidumbre de paso de los vehículos autorizados a cruzar a través de la carretera que atraviesa la presa. Ya saben, algunas personas intentan colarse de vez en cuando. Esos influencers, tiktokers, o como quiera que se llamen, gustan de jugarse la vida haciéndose fotos en lugares peligrosos. Como dije antes, el lugar ha ganado popularidad últimamente y no son pocas las personas que tratan de aventurarse en las ruinas del pueblo viejo cuando el nivel de las aguas baja lo suficiente.
En fin, dejé a Iturralde al cargo de su nuevo puesto de trabajo y volví de regreso a la ciudad, así que esto es lo que puedo contar de lo que viví allí de primera mano. Lo que viene a continuación es lo que he sabido a través de su testimonio y lo poco que he podido sacar en claro por mí mismo. No puedo afirmar con rotundidad que sea cierto.

Los primeros días del chico en la presa transcurrieron con aparente normalidad. Los funcionarios y trabajadores del recinto le echaron un cable para que fuera familiarizándose con el entorno. Por las noches, claro, la cosa era bien distinta. El chico se quedaba solo en la casa del vigilante con la única compañía de dos perros guardianes. Los mencioné antes, ¿verdad? Dos mastines, creo, no me hagan mucho caso, tampoco entiendo mucho de perros. El día que estuve allí noté que el chico hizo migas con ellos al momento. Creo que se le daban mejor los animales que las personas; ya pueden imaginar la razón.

Bien, como decía, la noche en la zona del pantano no es como la de la ciudad. La mayoría hemos olvidado lo que significa una noche cerrada. Estamos demasiado acostumbrados a la luz eléctrica, al constante murmullo del tráfico, a la presencia de nuestros vecinos, apiñados en las viviendas de al lado. Ahora imaginen el silencio de un valle aislado, la negrura de las aguas que se extienden como un vacío absoluto entre las montañas. Piensen en una de esas noches húmedas y frías, sin estrellas. Están solos, a kilómetros del ser humano más cercano.
Una de esas noches empezó todo.
Iturralde acababa de salir a dar de comer a los perros parte de las sobras de su propia cena. Estaba preparándose un café; aún no había empezado a bullir el agua en la cafetera italiana, cuando escuchó los ladridos de los animales. La casa, ¿la han visto? Imagino que sí; en la terraza de la parte posterior, esa que es bastante amplia, los bichos tienen su caseta. Iturralde se asomó para ver qué sucedía y observó que los animales habían dejado de comer para aproximarse a la valla metálica, la que separa la casa del camino que conduce a la presa. Sorprendido por la actitud de los animales, se aproximó hasta allá. Los perros ladraban asustados, se aproximaban a la reja para luego retirarse; parecían temer acercarse demasiado y lloraban con esos aullidos largos y agudos. Debía haber una buena razón para que los animales dejaran incluso de comer. Por un momento, así me lo explicó, el chico pensó que los perros habían detectado algún otro animal que merodeaba por ahí. Por la región abundan las cabras salvajes. Eso no explicaba, sin embargo, el temor que mostraban sus aullidos.

Volvió al interior, apagó la cafetera y salió al camino linterna en mano. Rodeó la casa y llegó al lado opuesto de la verja tras la que seguían llorando los perros. Se aproximó al borde del camino; desde allí hay una posición elevada y se puede observar el enorme murallón más abajo, tras el cual se abre la oquedad formidable del pantano. La carretera que cruza la parte superior apenas estaba alumbrada a esas horas por unas cuantas farolas de luz azulada y desvaída. Fue cuando miró más allá, me dijo, cuando vio algo que llamó su atención. Había un pequeño punto de luz, eso creyó ver, que se movía en la ladera de las montañas, en la zona del embalse. Un vehículo, pensó. No creyó que los perros se hubieran inquietado por algo tan lejano, pero en cualquier caso todo indicaba que alguien se había colado en el recinto. Iturralde siguió el camino que serpeaba hasta bajar directamente a la parte superior de la presa. Cuando llegó hasta allá, se asomó al abismo que se abría ante él. Confirmó entonces su sospecha: la luz que había visto antes se había detenido al borde mismo del embalse. En ese punto, algunas de las casas del antiguo pueblo habían emergido debido al bajo nivel de las aguas en aquella época del año. La luz, tenue pero claramente visible, salía ahora de una de las ruinas, en la zona seca junto a la orilla.

Iturralde pensó por un instante en dejarlo correr. Probablemente se trataba de un grupo inofensivo de críos que se había colado en el pantano para jugar a los misterios, cual Iker Jiménez en su particular Belchite. Sin embargo, sentía una inquietud extraña, quizá influida por la reacción de los perros. Al margen de la curiosidad, el chico debía cumplir con su trabajo, así que finalmente resolvió regresar a la casa para tomar un vehículo y encaminarse así hasta el otro lado del valle. Le habían prestado un coche del ministerio, ya saben, para poder moverse por todas las instalaciones.

Condujo a través de la carretera que cruzaba la presa y luego se internó en los caminos de tierra, rodeados de árboles y vegetación, que bajaban hasta la zona del embalse. Aparcó en mitad del camino, más o menos a la altura donde había ubicado la luz del presunto vehículo por primera vez. Allí no había nada. Iturralde me confesó después que a medida que se alejaba de la casa del vigilante había empezado a sentir una sensación muy extraña de angustia. Yo, al menos, me pongo en su piel y soy capaz de sentirla, casi como si hubiera pisado aquel lugar oscuro, neblinoso y húmedo por mi propio pie. Lo que más le angustiaba era el silencio absoluto que lo cubría todo. No se escuchaba ni el más mínimo soplo de viento, ni un crujido entre los recovecos del ramaje pálido de los árboles. No era normal; tenía la sensación de que aquel paraje estaba protegido por una urna de cristal.

Tuvo que salir del camino y bajar una cuesta repleta de árboles y maleza para llegar a la zona inundable donde se levanta la periferia del antiguo pueblo sumergido. Tras una bajada dificultosa, la casa apareció ante él, y aquí es donde la cosa empieza a ponerse extraña.

Sí, había luz en el interior, pero no procedía de una fuente eléctrica. Era una luz apagada, cálida, intermitente, como la producida por una hoguera o unas velas. Emergía de los dos ventanucos ennegrecidos de la piedra y a través de la oquedad del umbral desprovisto de puerta. El símil con un rostro descomunal, desdibujado en la oscuridad, le puso los pelos de punta a Iturralde. Miren, ¿pueden creerlo? A mí también se me ha erizado el vello al describir la escena… Bien, había alguien ahí dentro, eso estaba claro, aunque todo seguía sumido en ese silencio extraño e inexplicable que decía antes. Él sentía una presencia, casi como si estuvieran espiándolo desde el interior; quizá un senderista perdido, alguien que se había guarecido en el lugar, había encendido un fuego para pasar allí la noche. Esa idea tranquilizadora quedó en nada cuando la luz empezó a diluirse lentamente hasta desaparecer. Sin mayor explicación, casi como si nunca hubiera existido. El chico, ¿pueden imaginarlo? Le echó gónadas. Decidió que debía entrar a comprobar si había alguien ahí dentro. Luego me confesaría que no supo por qué lo hizo; si alguien había detectado su presencia y apagado la luz en consecuencia, quizá no tuviera buenas intenciones.

La edificación se encuentra en un estado aceptable, ¿verdad? Aún conserva el tejado y su primera planta. El agua nunca la ha cubierto por completo, claro, era la zona alta del pueblo. Bien, Iturralde entró en la casa. El limo cubría todo el suelo y las paredes estaban ennegrecidas allá donde el agua cenagosa había inundado la estancia. Nada más entrar en aquel cubículo, más pequeño de lo que parecía desde el exterior, Iturralde vislumbró un bulto que yacía en medio de la sala. Dio un par de pasos y dirigió hacia él el haz de su linterna.
Un grito de espanto emergió de su garganta.
Una chica. El cuerpo desnudo de una chica. Violáceo y frío. Así me lo juró. Estaba acurrucada en posición fetal, su cabello oscuro y largo se extendía sobre el suelo como prolongaciones del moho negro que cubría las paredes; los ojos abiertos y en blanco, las facciones desencajadas y marcadas de forma espantosa por la luz direccional del foco. Y sangre, manchas de un negro profundo que se confundían en la oscuridad de aquel escenario de pesadilla.

Imaginen lo que supone encontrarse algo así en las circunstancias en que lo hizo aquel chico… No puedo ponerme en su piel, pero estoy seguro de que cientos de ideas debieron agolparse en su mente. ¿Quién era la chica? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Había alguien más en la casa? ¿El asesino, tal vez? Él seguía sintiendo una presencia, ahora de forma mucho más clara. Salió de allí corriendo, claro, de regreso al coche. Estaba absolutamente aterrorizado. Lo único que quería era alejarse de allí. Corrió hasta los juncos y, antes de trepar entre la vegetación, se volvió un instante para comprobar que nadie lo estaba persiguiendo. Para su espanto, la luz volvía a emerger de las ventanas de la casa y a través de la puerta, del mismo modo que lo había hecho antes. Era un sinsentido. Pero había algo más. Algo, o alguien. Una silueta oscura, estática, se proyectaba contra el marco de la puerta. Era alta, muy alta. Más que la propia puerta. Casi informe. Inhumana.

Acicateado por aquel nuevo espanto, Iturralde se internó en la vegetación y trepó a toda velocidad hasta el nivel donde le esperaba el coche. Se abalanzó contra la portezuela del vehículo, entró, arrancó y maniobró a toda velocidad para dar media vuelta. Regresó por el mismo camino, atravesando la carretera que cruzaba la presa. Luego se encerró en la casa del vigilante, pasando el cerrojo, y se refugió allí en compañía de los perros. No durmió en toda la noche.

Pueden imaginar que todo el peso de lo vivido cayó sobre él en ese momento. Pónganse en situación. Él era un expresidiario. Condenado por violación. Una chica había aparecido muerta en el mismo recinto donde él trabajaba. ¿Me siguen? Los recuerdos vinieron a su mente, sin duda. Y la culpa. Y el miedo. No podía llamar a la policía. ¿O sí debía hacerlo? Él no era tonto, pasaría a ser el principal sospechoso, de eso no cabía duda. Como mínimo lo detendrían para interrogarlo, y quién sabe lo que acabaría dictaminando un juez…

Las dudas lo carcomieron durante una noche interminable. Sólo cuando la luz fría del alba volvió a bañar el valle, logró reunir un poco de compostura. No, sabía perfectamente que no era culpable de ningún delito. Las pruebas jamás podrían incriminarlo. Era mejor actuar de buena fe y dar parte a la policía de su espantoso hallazgo, así que se armó de valor y salió de la casa para regresar al escenario del presunto crimen. Quedaba en manos de Dios lo que sucediera después.

Iturralde aparcó el vehículo en el mismo lugar que la noche anterior y bajó a pie hasta la zona donde se levanta la casa. El lugar, aunque el mismo, resultaba muy distinto a la luz del día. El trino de los pájaros, el viento frío que mecía las ramas de los árboles, el chirrido de los insectos… Había vida, ¿me entienden? En fin, el chico encendió la linterna y respiró dos veces antes de entrar en la casa, preparándose para volver a toparse con la espantosa escena.

Allí no había nada. Sólo ruinas y paredes negras carcomidas por la humedad. Ver aquel lugar despejado después del descubrimiento que había efectuado sólo hacía unas horas fue incluso más impactante para él que toparse de nuevo con el cadáver de la muchacha. Con incredulidad, el chico examinó el suelo terroso, pero allí no había rastro alguno de sangre. Sólo piedras y limo. Rebuscó entre los rincones, en las habitaciones vacías, pero no fue capaz de encontrar nada. Sólo alguna pintada desvaída en las paredes, pero nada más. No había huellas, sólo las suyas propias. Ni un cabello, ni una prenda de ropa. Nada.

Recordó entonces la silueta que había visto frente a la puerta. ¿Quizá el asesino había ocultado el cadáver en otro lugar, tras haber sido descubierto? Era una hipótesis factible, pero… Algo no cuadraba. Para trasladar un cuerpo así era necesario un vehículo, y sin embargo allí no había marcas de ruedas, o al menos él no fue capaz de detectarlas. A pesar de todo, era un argumento convincente. Y preocupante. Si el asesino lo había identificado como potencial testigo… Imaginen la incertidumbre que eso supone, la angustia mental.

Ese mismo día, por la tarde, el chico me llamó. Necesitaba hablar con alguien y yo era su único nexo con el mundo exterior tras salir de la cárcel. Me convertí en su confesor, diría.
“Samuel”, me dijo, “creo que estoy en peligro”. Recuerdo aquellas palabras y se me hace un nudo en el estómago. El chico estaba en un estado de nervios considerable y mucho más hablador de lo que recordaba cuando lo conocí. Me explicó detalladamente lo que había vivido aquella noche. Bien, antes de hacer ninguna valoración personal, sé que el testimonio es difícil de creer. Ustedes saben mejor que yo que no ha sido hallado el cuerpo de ninguna chica, ¿verdad? Yo mismo pensé que tenía algún problema. He tenido otros casos en que algunos delincuentes reinsertados reviven su culpa de modos muy diversos. Intenté calmarlo y le pedí que me videollamara cada vez que necesitara hablar con alguien. Ver a otra persona cara a cara siempre es más reconfortante, en mi experiencia, aunque sea a distancia.

Y es por eso que he podido seguir lo que fue sucediendo de primera mano. Su degradación. Porque aquel incidente, se lo aseguro, fue el primero de muchos, si bien el que más le marcó, por ser el inicio de todo. Podría enumerarles las llamadas en plena madrugada, pero llevaría muchas horas relatar todo lo que me contó. Siempre al caer la noche, Iturralde entraba en un estado de nervios considerable. Los perros solían despertarlo con sus ladridos y sus llantos, siempre alertando de una presencia invisible que parecía rondar la casa. Las cámaras y sensores de presencia también se activaban habitualmente en distintos puntos de las instalaciones, sin que nadie hubiera pasado por allí. Los técnicos juraban y perjuraban que todo estaba en orden, pero él empezó a llevar un diario de las anomalías. Creía que alguien, o algo, estaba acechándolo, así que monitorizó todos los eventos. Yo, en fin, traté de quitarle hierro al asunto, pero no negaré que su historia me había empezado a calar. El terror que el chico sentía era auténtico. Hacia el final de toda esta historia, Iturralde me pidió que por favor intentara reubicarlo en otro puesto. Yo le prometí que haría lo que estuviera en mi mano, pero me llevaría algún tiempo organizarlo. Como ven, no me dio tiempo. Pobre chico.

Llegamos al último día. Eran las tres y media de la madrugada, si no me equivoco, cuando me despertó el aviso de mi móvil. Es curioso que lo hiciera, pues tengo el sueño profundo. No era una llamada. Era un video enviado por WhatsApp. Abrí la conversación y descubrí que hacía cosa de una hora había recibido otro más, sobre las dos y media pasadas. Bien, ya saben que he puesto a su disposición las grabaciones e imagino que las habrán visto una y otra vez, intentando atar los cabos. Yo, sinceramente, no encuentro explicación alguna a lo que allí aparece, pero intentaré dar todo el contexto y mi interpretación particular, si es que eso tiene algún valor.

Al principio del primero de los videos apenas se ve nada. Está oscuro y borroso. El chico graba el suelo mientras camina por el exterior de la casa y se escucha su respiración acelerada. Se le nota aterrorizado. “Se lo han comido”, dice entrecortadamente. Luego lo repite otra vez, casi llorando. Enfoca entonces al animal, a uno de los perros. Bien, a lo que queda de él. El bicho está tendido en el suelo sobre un charco de sangre, aunque apenas se reconoce una forma canina. Después, levanta el teléfono y graba a su alrededor. Lo rodea la noche más oscura. Apenas se ve nada más allá del terreno escaso que permite alumbrar la fría luz led de su móvil. El video se interrumpe.

Nada más ver aquello, escribí a Iturralde. Le pregunté qué había pasado, si estaba bien. Antes de recibir respuesta, reproduje la segunda de las grabaciones… Miren, he visto muchas cosas raras en la vida, pero sinceramente no sé dar explicación a lo que ahí aparece. Es como una de esas películas de terror que se pusieron de moda hace unos años, ¿saben de cuáles hablo? En fin, el chico camina por los túneles interiores de la presa. Reconozco esos pasadizos alumbrados por tubos de neón. Sólo se escucha el sonido de sus pisadas. De pronto se oye un sonido fuerte y todo queda a oscuras, como si hubieran saltado los plomos. Durante unos largos segundos se escucha el sonido de las manos de Iturralde manipulando el teléfono con nerviosismo. Al cabo, una luz tenue alumbra un borrón en movimiento hasta que el chico se enfoca a sí mismo. Su respiración se escucha fuerte. Ha encendido una linterna. Por el ángulo, diría que el chico se ha agazapado en el suelo. Mira a cámara y susurra con la voz más espantada que he escuchado en mi vida: “Está ahí, Samuel, ¡está ahí!”. Luego la imagen muestra el pasadizo. Bien, no sé si ustedes ven lo mismo que yo, pero… Mi impresión fue tal que me levanté de la cama de un salto y hasta solté el móvil. Está muy oscuro, eso es verdad, y sin embargo… No sé si será una pareidolia, no puedo jurar que lo sea, pero yo ahí veo una silueta muy clara y en movimiento. Una persona, una mujer, ¡que gatea por el techo! El cabello negro cuelga de la cabeza, se reconoce el rostro blanco de cuencas vacías y unas manos delgadas que se aferran al hormigón. Una vez más, el video se interrumpe de pronto.

Después de ver aquello volví a escribir a Iturralde. ¿Estás bien? Dime algo. ¿Dónde estás? Su silencio era absolutamente espantoso. Esperé varios minutos y tomé la decisión de ir en su busca. Me vestí, me puse la chaqueta. Ya tenía las llaves de mi coche en la mano cuando me llegó el último video, la última grabación. Pulsé el botón play con gran nerviosismo. Bien, necesito entender lo que ahí aparece, de verdad espero que ustedes me ayuden a encontrar una explicación.

El video está grabado en el exterior, en lo alto de la presa. En él aparece Iturralde, a lo lejos. Está mirando hacia el embalse, encaramado a la valla. Tuve un muy mal presentimiento en cuanto vi la escena. El chico está estático, quieto como una estatua durante varios segundos. Finalmente, da un paso hacia la negrura, en absoluto silencio, y se lanza a las aguas desde lo alto. Cae desplomado como un muñeco. Y fin. El video se reduce a eso. Me quedé estupefacto. Por un momento pensé que aquello tenía que ser un montaje, una broma macabra. No, no podía ser. ¿Era realmente Iturralde quien había saltado? Si era así, ¿quién estaba grabando aquel video? Volví a escribir, casi sin pensar. Dime algo. Qué coño es esto. ¿Dónde estás?

Para mi sorpresa, en la cabecera de WhatsAapp apareció el mensaje Iturralde está escribiendo… Esperé la respuesta durante varios segundos que se hicieron largos como siglos. Luego, un único mensaje. Una única palabra:
Presa.
 
Eso es todo. Es todo lo que sé. No se ha vuelto a saber nada de él, ¿verdad? Su cuerpo no ha sido hallado, y dudo que así sea. Miren, no sé si esta historia admite una explicación racional. He escuchado la hipótesis de una venganza, de alguien que intentó volver loco al chaval, llevarlo a un estado de desasosiego tal que forzara su suicidio. Entiendo que esa es una versión plausible y la que intentan probar, pero… Ya les dije que este valle, que esta región, guarda secretos oscuros. El caso me ha obsesionado, debo reconocerlo. ¿Saben que no es el primer suicidio ocurrido en esas instalaciones? Hace quince años, otro empleado de la presa, otro vigilante como él, saltó a las aguas por propia voluntad. Pregunten. Indaguen. Investiguen. ¿Adivinan que había dejado escrito ese otro empleado en su carta de despedida? Me lo han jurado. Sí, una única palabra, repetida innumerables veces. La palabra era presa. Me he preguntado mucho por el significado de tan críptico mensaje y, la verdad, sólo se me ocurre uno. No se refiere al lugar donde desaparecieron. No. Un suicida no habla del lugar elegido para su muerte, habla de lo que bulle en su interior, de su motivación para desaparecer. Y creo que así es como ellos se sentían. Perseguidos, acechados por algo, por un depredador.
Ellos eran la presa.