lunes, 9 de noviembre de 2020

Detectives preternaturales. Nosotros llegamos antes

 

Hace unos días debatí con algunos amigos sobre la literatura de detectives, su origen y su peso. Es innegable que la novela negra o policíaca goza de una gran popularidad y se ha mantenido muy presente en el gusto de los lectores desde aquellos tiempos, ya lejanos, en que Holmes y Watson recorrían las neblinosas calles londinenses. Siendo yo un escritor centrado en la ficción sobrenatural, y mi protagonista Jonathan Silencio un detective de lo preternatural, era inevitable que me preguntasen hasta qué punto había imitado el noir, el hard boyled o las historias de detectives en mi obra. 

Aseguré, y seguiré haciéndolo en este artículo, que aunque la influencia de estos géneros es grande, fueron los investigadores sobrenaturales quienes más pesaron en la creación de mis propios relatos, puesto que anteceden a los detectives convencionales o racionales en la literatura. 

Explicar esta afirmación es la excusa perfecta no sólo para que mis lectores entiendan mi trabajo, sino, y eso es más interesante, para acercarles a esos investigadores del otro mundo, a esos autores pioneros, valientes y originales, en gran medida olvidados. Acordemos, brevemente, una definición para la literatura de detectives, marcando unas diferencias necesarias con la literatura de misterio y la policíaca. 

Por supuesto, las tres son muy parecidas; podríamos decir que se trata de una narración en la que alguien intenta resolver un crimen. Simple, pero cierto. 

En cuanto a la literatura de misterio, creo que puede llamarse así a todo relato que implique la resolución de un crimen o enigma, en el que el papel de investigador lo haga un personaje no profesional de la investigación, un diletante. Puede ser alguien con las maravillosas capacidades de Dupin, de quien luego hablaremos, y que no deja de ser una aficionado o alguien a quien las circunstancias obligan a actuar. Es decir, simplificando, alguien que se encuentra de forma involuntaria en medio del caso criminal y que busca la verdad. 

Ilustración de Dave Palumbo

Llamo por otro lado literatura policíaca a esos relatos protagonizados por agentes oficiales de las fuerzas y cuerpos de seguridad. Hablamos en estos casos de personal cualificado, que además tendrá a su favor toda la maquinaria del Estado, todo el poder de las organizaciones gubernamentales, para resolver el crimen en cuestión. Y por fin, el género de detectives, en que los sabuesos serán detectives privados, o en general personas con una formación específica y, a menudo, una licencia, pero sin el apoyo de las fuerzas oficiales. En muchos casos, incluso opuestos a ellas. Hablemos ahora de los primeros relatos de raciocinio, como Poe los llamaba, y de la ventaja temporal que atribuyo a los detectives del más allá. 

En 1841 se publica “Los crímenes de la Rue Morgue”, de Edgar Allan Poe, en el que dos mujeres son asesinadas en un cuarto cerrado, sin que haya pistas de cómo entró o salió el asesino. Clásico y maravilloso relato, considerado por muchos como el primer cuento de detectives. Sin embargo, el investigador Lupin no deja de ser un actor involuntario. Dotado de grandes dotes deductivas, siembra el patrón tan repetido de narrador-compañero y el no menos repetido cliché en el que el diletante sobrepasa en capacidades a las fuerzas del orden, siendo capaz de resolver el caso por pura deducción, por sus poderosas capacidades de observación y de relación de realidades en apariencia desconectadas. Es un gran relato y no puedo dejar de recomendarlo, pero no se trata de un investigador, sino de un héroe involuntario que se verá implicado en el caso sin pretenderlo. 

Faltan casi cincuenta años para que Doyle nos presente a Holmes, un detective consultor que, de forma profesional y con una formación específica, se dedicará a solucionar crímenes y casos policiales. Sin embargo, los investigadores sobrenaturales implicados de forma directa en la investigación, buscadores de la verdad y dedicados a ello en cuerpo y alma, aparecerán antes que Holmes y otros como él. Será en 1872 cuando se publique “Carmilla”, una novela breve de Joseph Sheridan Le Fanu que tiene no sólo el mérito de presentarnos al primer detective del más allá, sino de sentar de forma definitiva las bases de la novela de vampiros. 

No es el objeto de este artículo hablar del vampirismo y su origen literario, aunque me permitiré recordar al paciente lector que “Carmilla” fue anterior a “Drácula”, pionera en plantear una relación lésbica entre vampiro y víctima, y junto con “El vampiro” de Pollidori, la que nos define a estos seres como monstruos refinados, aristocráticos, eróticos y dueños de una inquebrantable voluntad, lejos del modelo de depredador casi animal que las leyendas y cuentos populares reflejaban hasta entonces. En esta novela encontraremos a una joven, la narradora, que es víctima y al mismo tiempo amante de la vampiresa, y que establecerá con ella una relación de amor y dependencia. 

 Ilustración de Adolf Hiremy Hirschl

Su salud irá en declive, como es lógico al sufrir el constante drenaje de vitalidad por parte del monstruo, y nadie en su entorno encontrará una explicación lógica para el mal que la está matando. Contribuirá a la solución un médico, criticado por sus compañeros de profesión, que sugerirá la intervención de lo sobrenatural en el proceso. Durante un viaje que nuestra protagonista lleva a cabo con su padre, ambos se encuentran con el general Spieldorf, amigo de la familia que ha perdido a su hija poco tiempo antes a manos de la misma criatura de la noche. Este personaje nos ayuda a delimitar la frontera entre lo natural y lo preternatural, narrando a los protagonistas y por tanto a los lectores la historia de cómo la vampiresa acabó con su hija. Al colocarse como observador directo del proceso, nos ayuda a abandonar el mundo de los rumores y leyendas, consiguiendo una transición a la verdad palpable y por tanto una evolución en el relato. 

Exhortados por Spieldorf, la protagonista y su padre viajarán a las ruinas que albergan la tumba original de la vampiresa. Allí conoceremos al que considero primer investigador literario, con un carácter sobrenatural innegable. Se trata del barón Vordemburg y así nos lo presenta el autor. 

Este caballero había fijado su residencia en Gratz, donde vivía modestamente de una muy escasa herencia que le quedaba de las propiedades, otrora principescas, de su familia en las tierras altas de Estiria. Allí se dedicó a la minuciosa investigación de la tradición del vampirismo, un estudio maravillosamente documentado. El barón citaba de memoria todo lo que se había escrito sobre el tema. Libros como Magia Posthuma, Phlegon de Mirabilibus, Augustinus de cura por Mortuis y Philosophicae et Cristianae Cogitationes de Vampiris de John Christopher Herenberg, y mil tomos más, entre los que sólo recuerdo algunos que prestó a mi padre. El barón había digerido todo el material que encontró en los voluminosos procesos judiciales, y de ahí extrajo un sistema de principios que parecían regir el comportamiento de los vampiros. 

Ilustración de Dave Palumbo

Hablamos por tanto de un personaje que ha dedicado su tiempo y su talento a la investigación activa, que se implica en la resolución del conflicto a través de un largo periodo y con un objetivo claro, además de un conocimiento específico sobre el criminal, en este caso el monstruo, a perseguir. 

Lejos del carácter diletante y casual de Dupin, Vordemburg es un especialista en la materia que, sin apoyo oficial, trata de resolver el crimen. Por definición, un detective literario. 

No contaré cómo acaba “Carmilla”, pues prefiero dejar en manos del lector la posibilidad de disfrutar la historia, pero cabe remarcar que Vordemburg reúne todas las características del investigador. Focalizado, documentado, asume la responsabilidad de solucionar el conflicto, investiga sus orígenes y sigue las pistas tratando de anticiparse. Siendo un personaje que aparece en el momento final de la obra y durante pocas páginas, sin demasiado protagonismo, marca el esquema de lo que serán los investigadores convencionales y preternaturales que la literatura de finales del XIX y principios del XX nos ofrecerán después. Como Silence, Carnacky o Hesellius, todos ellos detectives sobrenaturales, este personaje ha sido injustamente olvidado en el imaginario popular, siendo sin embargo una clara inspiración de otros más populares, como Van Helsing o los modernos John Constantine, hermanos Winchester, Harry Dresden o, si se me permite la soberbia, mi detective Silencio. 

Os invito, pacientes lectores, a bucear en la historia de todos ellos y enfrentar ese mundo de investigación, deducción y acción que se inicio hace tanto tiempo, en el que decenas de autores se esforzaron, nos esforzaremos siempre, por compartir con vosotros la pasión por las buenas historias.  

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