Por Alister Mairon
El sol se oculta tras las siluetas de las
casas, tiñendo las aguas oscuras del Pacífico de ocres y anaranjados.
—Otro día perdido —mascullo, rasgando la
superficie del mar de una pedrada.
—No se apure, doctor St. John. Mañana tal vez
tengamos más suerte —trata de animarme Braulio, mi guía y acompañante en mi
periplo por Queilén.
Me encojo de hombros, agarro otra piedra y la
lanzo contra las olas. No creo que el día de mañana vaya a ser mucho más
productivo que el de hoy. Hace ya más de un mes que me hospedo en este infecto
archipiélago y aún no he logrado hallar nada.
La idea de regresar a casa cruza fugazmente
por mi cabeza, pero la desechó de inmediato. No puedo volver a Londres con las
manos vacías. Sería bochornoso, tendría que aguantar durante el resto de mi
vida las miradas desdeñosas de quienes ya se burlaron ante mi ocurrencia.
—Eres un pretencioso, Edward St. John —había
comentado sir Henry Bonheart, mi tutor, cuando nos despedimos en el puerto—.
Tal vez este viaje te ayude a bajar los humos.
Cretinos... Ríen las gracias a ese idiota de
Darwin y a sus ridículos pinzones mientras desprecian mis líneas de
investigación. Chaladuras de jovenzuelo, las llaman. Locuras de una mente
ociosa... Nadie, ni siquiera uno de los cientos de pomposos catedráticos que
calientan asiento en las universidades inglesas quiso dar un penique por mí. Me
dejaron solo. Pero pronto se arrepentirán de sus palabras. Cuando regrese a
Londres, traeré conmigo la prueba definitiva de que la mitozoología es el
futuro de las ciencias naturales.
De súbito, una silueta oscura emerge de las
aguas y al poco vemos aparecer a un hombre vestido completamente de negro en el
embarcadero. Lleva la cabeza cubierta por un sombrero con capucha y avanza
encorvado sobre la arena de la playa. Hay algo en él que me disgusta, que hace
que la boca se me seque y el corazón se me acelere, víctima del desasosiego.
Tal vez sea el hecho de no ver ni un centímetro de su piel lo que me inquieta.
Al pasar junto a nosotros, Braulio agacha la
cabeza y yo me avergüenzo de haberme dejado imbuir por sus supersticiones.
Giro la mirada hacia las olas para perder de
vista tanto a mi guía como al hombre del sombrero. Algo capta mi atención. O
más bien la falta de algo.
—¿Pero qué demonios...? —Mis ojos escudriñan
la superficie del mar, pero no hallan nada. No hay barca ni embarcación de
ningún tipo—. ¿Cómo ha llegado a la orilla ese hombre?
Braulio ladea la cabeza.
—Ese hombre es un brujo, señor —explica mi
guía—. Lo habrán traído los caballos marinos.
—¿Caballos? ¿Es así como llamáis en Queilén a
los lobos marinos? —pregunto con sorna.
—¿Lobos? No, doctor. Le estoy hablando de un
animal muy distinto. Son las monturas de los brujos chilotes, hijos del mar.
Retuerzo las puntas de mi bigote entre los
dedos, reflexionando. Tal vez el día no está del todo perdido.
—Quiero verlos —digo a mi guía—. Llévame donde
pueda observar a esos caballos que dices.
Braulio alza las manos, negando con la cabeza.
—Lo que usted pide es imposible. Esas
criaturas habitan en las profundidades y solo se presentan ante sus amos. No
hay forma de que usted pueda verlas.
Frunzo el ceño, pero me abstengo de insistir.
En el tiempo que llevo aquí he aprendido que los chilotes son celosos de sus
secretos y que protegen con ahínco a esos animales que ellos creen semidioses.
Si quiero cazar uno, y ese es mi objetivo, deberé hacerlo sin ayuda de los
nativos.
* * *
El sol se esconde de nuevo tras las casas de
Queilén mientras observo, oculto tras una roca cubierta de líquenes y algas en
putrefacción, al misterioso encapuchado. Ha pasado una semana desde que lo vi
por primera vez, emergiendo de las aguas. No es fácil seguirle la pista a uno
de esos llamados brujos, pero al fin he logrado dar con él.
En esta ocasión no está solo. Lo acompaña un
comerciante de Queilén, uno de esos hombres de sonrisa flácida que hacen fortuna
solo Dios sabe cómo. No sé qué se traen entre manos. Solo que se reunieron en
la plaza hará unas horas y que el encapuchado le ha conducido hasta la pequeña
caleta en la que ahora me encuentro.
El brujo alza la mano y señala hacia la orilla
del mar. Solo entonces reparo en la presencia de un pequeño bote, completamente
negro, varado sobre la arena fina. Frunzo el ceño. Por lo poco que he podido
descubrir por mi cuenta, la barca negra es el vehículo que los brujos entregan
a algunos elegidos, un símbolo de que existe una alianza entre ellos.
Al ver la barca, el comerciante se acerca, la
acaricia con mimo y luego se deshace en reverencias y alabanzas hacia el brujo
antes de despedirse de él, de regreso a la ciudad. Desde mi escondite le veo
partir, en cambio el encapuchado permanece de pie ante las olas, expectante.
Dejo escapar un suspiro resignado y me acomodo
cuanto puedo tras la roca. Me fastidia tener que esperar, pero puede que esta
sea la única oportunidad que se me presente de poder cazar uno de esos
caballos. En cuanto se vaya el brujo, tomaré el bote y saldré en su busca.
¿Quién sabe? Si responden a la llamada de los brujos, tal vez también se
presenten ante los que navegan en sus barcas.
Las primeras estrellas manchan el cielo cuando
al fin puedo acercarme a la negra embarcación. Siento los músculos entumecidos
por las horas inmóvil, expuesto a la humedad, pero eso no me detiene. Avanzo
por la playa con sigilo y me detengo a escasos pasos del bote.
Al poner mis manos en él lo siento viscoso,
frío. Parece ungido en una suerte de grasa que, por el característico olor que
desprende, deduzco que es alquitrán. Maldigo entre dientes echando un vistazo a
mis dedos manchados antes de empujar el bote hasta las aguas oscuras del mar y
saltar a su interior.
A fuerza de remo, me alejo de la playa en
dirección a mar abierto. Pronto la costa no es más que una franja luminosa a
mis espaldas y el océano, una alfombra añil donde se reflejan las estrellas.
Recojo los remos y oteo las aguas a mi alrededor. Ahora toca esperar.
Todas las estrellas lucen altas sobre las
aguas del Pacífico cuando oigo un chapoteo a mi derecha. Me giro justo a tiempo
para ver desaparecer una aleta caudal de grandes proporciones. Un escalofrío me
recorre la espalda y de forma casi inconsciente me refugio en el centro del
bote.
Un nuevo chapoteo —esta vez a mi izquierda— me
eriza los pelos de la nuca. Las aguas se abren para dejar paso a una cola que
golpea la superficie antes de hundirse ante mis ojos. El corazón se me acelera.
No de miedo, sino de emoción.
Contrariamente a lo que había temido, ese
cuerpo a medio camino entre el verde y el gris no puede pertenecer a una
tintorera. Ni a ninguna otra especia catalogada hasta el momento. Justo en ese
instante, tal vez adivinando lo que pasa por mi mente, una cabeza emerge entre
las olas a pocos metros de mí. El perfil es inconfundible: se trata de un
caballo.
La criatura me contempla con ojos profundos y
añiles. Crines verdes y sedosas resbalan por un cuello fino, estilizado a la
manera de los purasangre árabes. Si no fuera por la fina capa de escamas
irisadas que le nace desde la base del cuello, cualquiera que lo viera juraría
que se halla ante un caballo que ha aprendido a nadar.
Una segunda cabeza asoma a escasa distancia
del primer caballo, seguida de una tercera. Pronto son seis los pares de ojos
que observan curiosos el bote.
Sumerjo un remo en el agua para tratar de
aproximarme, pero lo único que consigo es dispersar a la manada, que reaparece
unos minutos más tarde frente al bote, manteniendo las distancias.
Opto por permanecer quieto y cederles la
iniciativa a estos bellos y extraños hipocampos. Si se acercan voluntariamente
me resultará mucho más fácil apresar al menos a uno de ellos.
Al cabo de un rato, tal vez considerando que
no supongo una amenaza, el más pequeño del grupo salta de improviso fuera del
agua, a la manera de los delfines, y cae con gracia sobre su costado. El resto
de la manada no tarda en unirse a sus juegos, ofreciéndome un improvisado
espectáculo que me permite contemplar su casi mágica anatomía.
Cuatro patas rematadas en aletas de tono
rosado y una cola ancha y fuerte que culmina en una aleta caudal vertical
sumamente desarrollada y que recuerda a la de los marrajos. Dos hendiduras
situadas a medio cuello les sirven para respirar bajo el agua, complementando
la respiración pulmonar que la presencia de ollares en el hocico atestigua.
Viendo cómo saltan, exhibiéndose ante mí, me
reprocho el no haber traído conmigo el bloc de dibujo para poder abocetarles en
estado salvaje. Solo el saber que podré llevar conmigo a Londres a uno de estos
ejemplares logra consolarme ante esta pérdida.
Los juegos de las criaturas se alargan por más
de una hora durante la cual los contemplo embelesado hasta que, tal vez por un
error de cálculo, el pequeño de los hipocampos emerge justo al lado del bote.
Nuestras miradas se cruzan y puedo leer la
tranquilidad en sus ojos. No tiene miedo. La confianza del animal me anima a
alargar el brazo para tratar de acariciarle. Cuando estoy a punto de rozarle,
el caballo sisea como una serpiente y retrae los belfos, mostrando tres filas
de dientes afilados que se proyectan en mi dirección, haciéndome caer de
espaldas sobre el suelo de la embarcación.
Los otros integrantes de la manada, emulando
al pequeño, descubren sus monstruosas dentaduras y se lanzan contra el bote,
cabalgando las aguas. Apenas me da tiempo de aferrar los remos antes de que el
primero de ellos muerda el borde de la embarcación y arranque un buen pedazo de
madera que se astilla entre sus fauces.
Movido por el pánico, hundo los remos en las
aguas y hago virar el bote hacia la derecha, apartándome de las bestias cuanto
puedo. Pero no es posible competir con ellas en un medio que dominan a la
perfección y pronto dos de las criaturas me cortan la retirada, empujándome
hacia el mar, cada vez más lejos de la costa.
Me acosan por turnos, se lanzan contra el bote
y lo arañan con poderosas dentelladas que nada tienen que envidiar a las de los
escualos. Pronto descubren mi fuente de propulsión y, con una coordinación
digna de la más hábil partida de caza, se sumergen bajo las aguas y me arrancan
los remos de las manos, dejándome indefenso y a merced del oleaje. A su merced.
Así, empujado por el movimiento del mar y los
embates de estos monstruos, me pierdo mar adentro hasta acabar engullido por un
banco de niebla densa y baja que reduce mi campo de visión a unos pocos metros.
Los caballos me rodean, siseando y golpeando
el agua con sus colas y sus patas delanteras. Parecen sentirse a gusto en medio
del mar de niebla. Chasquean los dientes, se preparan para atacar.
Y entonces desaparecen bajo las aguas.
Pasan varios minutos antes de que me atreva a
asomarme por la borda para tratar de localizar a mis perseguidores, pero las
aguas están calmas y ninguna sombra entre la bruma atestigua su presencia por
los alrededores. Y sin embargo, sé que me observan.
Siento la urgencia de escapar y busco con
desespero entre las sogas que alfombran el fondo cualquier cosa que pueda
ayudarme a volver a la costa. Lo único que encuentro son un par de tablones
podridos. Podría usarlos para remar, pero...
Sin preaviso, un sonido en la lejanía llama mi
atención. Aguzo el oído. Es un ritmo extraño, armónico y artificial. Un sonido
genuinamente humano que cada vez retumba con más fuerza, aunque mis ojos no
puedan captar su origen.
Las aguas se rizan y pequeñas olas chocan
contra el casco del bote, atentando contra su equilibro. El sonido ya no es un
rumor lejano, sino una presencia sólida: música. Una melodía alegre y pegadiza
que poco a poco lo cubre todo. La niebla se abre y aparece ante mí la silueta
de un enorme buque de madera noble. He aquí el origen de la algarabía. No sé de
dónde ha salido ni cuál es el cometido de este navío, pero siento un alivio
inmenso al verlo.
Destierro el miedo que aún me atenaza y me
pongo en pie sobre la bancada. Grito y sacudo los brazos, tratando de llamar la
atención de los integrantes del barco. La música retumba con fuerza, pero no
cejo en mi empeño. Grito y vocifero hasta quedarme afónico mientras el barco
pasea su costado izquierdo ante mí.
Luego se hace el silencio.
Animado por este hecho, agito los brazos y
chillo con más ahínco si cabe, hasta que veo aparecer a varias figuras que se
asoman por la borda y que me señalan, barriendo las aguas con la luz de una
suerte de candil.
—¡Ayúdenme, se lo ruego! —suplico por enésima
vez.
—¿Quién demanda la ayuda del Caleuche?
—inquiere una voz que reverbera con fuerza por entre la niebla.
—¡Soy Edward St. John! ¡Por favor, déjenme
subir a cubierta!
—Nadie puede subir al Caleuche sin ser
invitado, Edward St. John.
Las aguas se encrespan a mi alrededor y atisbo
a ver por el rabillo del ojo una aleta caudal con ese tono entre verde y
grisáceo que teñirá desde hoy todas mis pesadillas. Confiaba en que la
presencia del navío mantendría alejados a esos monstruosos hipocampos, pero al
parecer se sienten cómodos nadando entorno al casco de la gran nave.
—¡Les pagaré lo que pidan, pero ayúdenme! —les
apremio, barriendo la superficie del mar con la mirada—. ¡Hay criaturas
terribles en estas aguas!
—El único pago que acepta el Caleuche es la
servitud. ¿Aceptarás ser parte de la tripulación por toda la eternidad?
La pregunta de mi interlocutor, pronunciada
con tanta tranquilidad, enciende mi ira y disipa por unos instantes el miedo.
—¡¿Pero cómo os atrevéis a exigirle algo así a
un hombre a la deriva?! Si no queréis ayudarme, adelante. No os necesito para
nada. Alguien me rescatará —aseguro.
Un coro de risas macabro se eleva desde la
cubierta del barco. Las siluetas de los caballos marinos se hacen visibles bajo
la superficie, cada vez más cercanas.
Se hace la luz en el buque y lo que hasta
entonces me había parecido un navío sólido se presenta ante mis ojos como una
silueta dorada y fantasmagórica cuyas velas ondean sin viento alguno que las
empuje. Iluminadas gracias al brillo irreal del barco puedo ver a las figuras
con las que hasta ahora he estado hablando: figuras oscuras, cubiertas con
sombreros y capas. Brujos.
—Esa opción no existe para ti, Edward St.
John. Nos robaste.
Grito enfurecido, pero no me da tiempo de
soltar un solo improperio. Una fuerza impulsa el bote desde abajo,
resquebrajando el fondo y permitiendo el paso del agua. Las cabezas de dos de
los caballos emergen junto al bote. Tratan de encaramarse, de darme alcance.
Sus mandíbulas restallan como pinzas de metal ansiosas por despedazarme.
Los movimientos de las criaturas provocan que
la madera del fondo del bote se astille todavía más. El agua entra con fuerza y
pronto me cubre hasta los tobillos. No tardará en partirse por la mitad y
hundirse en el mar. Y entonces...
No, no quiero. No puedo morir así. No puedo
acabar mis días en el estómago de un monstruo cuya existencia negarán todos mis
colegas.
Como si fueran capaces de leer mi mente, los
macabros hipocampos se lanzan de nuevo contra la embarcación. Esta tiembla y
zozobra, astillándose. El suelo se parte y las aguas empiezan a engullirla.
Desesperado, salto hacia lo que era la proa
antes de que la succión de las aguas me envíe directo a la boca de esos
monstruos hambrientos, que aguardan con un maligno disfrute impropio de una
bestia mientras la barca se hunde. Me niego a creerlo, pero parece que se
burlen de mi desgracia.
Los que sí vuelven a reír sin disimulo son los
brujos del Caleuche. Sus siluetas negras se asoman de nuevo y al instante oigo
el silbido de un objeto al abrirse paso en el aire, seguido de un golpe seco
contra la madera. Han lanzado un cabo.
—Última oportunidad para ti, Edward St. John.
¿Servir o morir?
Mis dedos se acercan inconscientemente a la
cuerda, una vía de escape ante mí, pero me detengo. ¿Una vía de escape hacia
dónde? Miro arriba, a los que serían mis amos para toda la eternidad, y luego
volteo los ojos hacia los caballos de mar, que ya nadan en formación hacia lo
que queda de la barca. El mar burbujea, demandando su pieza y el entrechocar de
mandíbulas se mezcla con los crujidos moribundos de la madera y las risitas de
los brujos.
¿Qué hago, Dios mío? ¿Qué harían esos cientos
de pomposos catedráticos que calientan asiento en las universidades inglesas a
los que ahora envidio más que nunca?
©Copyright Alister Mairon para Círculo de Lovecraft, Febrero 2018.
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