A la hora del postre, en casa del gran banquero X, se
hablaba de socialismo y de reformas políticas; la comida, iniciada según los
ritos de una ceremoniosa frialdad, concluía casi con los codos sobre la mesa,
en medio del choque chispeante de las opiniones; cada cual proponía, para
enternecimiento de las señoras, mil formas de mejorar la vida de los
desheredados; los sentimientos terminaban por surgir en aquellos hombres de
finanzas tan generosas como los vinos que habían bebido. La insolencia de la
felicidad segura de sí misma parecía —en aquel tibio crepúsculo estival
refrescado por el vapor de los manantiales invisibles en la profundidad del
bosque, alrededor de aquella mesa cargada de lánguidos ramos de flores—
resplandecer cruelmente en una atmósfera casi tangible formada por el perfume
de las frutas, el aroma de los vinos caros y el sabor irritante de las cabelleras
y de las carnes húmedas.
Dominando un antiguo y majestuoso bosque de robles, el castillo recortaba sobre cielo del atardecer las líneas esbeltas de sus torrecillas renacentistas, la ligereza de sus balcones, como un templo mágico erigido en honor a la belleza de vivir. Se descendía hacia los robledales por una serie de terrazas escalonadas desde las que se podía disfrutar confortablemente del círculo verde del horizonte moviéndose como el mar bajo el viento de poniente. Como única tara, hacia el este, una mancha roja y negra ensuciaba aquel paisaje de paz, siete chimeneas de fábrica, surgidas de entre un revoltijo de construcciones anodinas, se nimbaban de un resplandor de fragua y perturbaban con el soplido de sus máquinas el augusto silencio de las arboledas.
De todos los invitados del banquero, el poeta Pierre Chantenef había sido probablemente el único en percatarse de aquella antítesis; invitado casual del famoso financiero, se abstenía de participar en la discusión que seguía —cada vez más animada e «interesante»— el curso previsto de ese tipo de justas, enriquecida con paradojas al estilo de Barrès y con citas sacadas del último número del Figaro, en definitiva, el flujo de reminiscencias banales que sustituye en las personas dedicadas a la bolsa o a la política a las apreciaciones personales y a la emoción inteligente.
Los vinos y las palabras habían continuado sucediéndose y el poeta persistía en el silencio; se indignaba en el fondo de su corazón de la inconsciencia de los Ricos cuyo bajo satanismo se complace en sazonar sus alegrías con palabras hipócritamente caritativas
—Los que manejan el dinero —concluyó para sus adentros— representan en el actual combate social, el papel de aquellos viles escuderos de los ejércitos de antaño que atacaban a los débiles, acababan a los heridos y, para conseguir sus anillos, cortaban los dedos rígidos de los cadáveres.
Y reflexionaba en la amargura de las necesidades que le obligaban a realzar con su aspecto modesto hasta la arrogancia y con su fisonomía leal y tímida aquella francachela de agiotistas en la que las cristalerías multicolores y la plata sobredorada no reflejaban sino odiosos hocicos húmedos y enrojecidos con la sangre de los pobres.
Pierre Chantenef, cuya clara visión vislumbraba bajo las apariencias la extrema falsedad de aquellas almas, sufría enormemente. La conversación pretenciosamente baladí embotaba su entendimiento como una droga estupefaciente. En su condición de oyente obligado, la única impresión que experimentaba ante aquel intercambio de ideas manidas era una fatiga intolerable, penosa como una pesadilla. Los apellidos de los comensales, que le llegaban como a través de un sueño, le evocaban las imágenes de garabatos lastrados con un carga de pesadas consonantes judaicas o germánicas.
La cena había concluido y Chantenef había logrado pasar casi inadvertido a la sombra de un prominente bolsista poco locuaz después de haber bebido, y al que la trufa y el cigarro adormecían como a las boas. Se habían trasladado a una terraza decorada con macizos de rododendros y de hortensias de los que surgían los pedestales de las estatuas. A los pies de los comensales, los follages sonoros del bosque empezaban a oscurecerse.
El misterio, que se impone a casi todos los hombres y ordena el recogimiento de campesinos y pescadores, no había podido contener el parloteo de los invitados. La discusión se hacía cada vez más fastidiosa, enrollando en su embate el montón de ideas trilladas que La Presse sirve cada día a las inteligencias del común. Habríase dicho una premeditada traición contra la mimosa pureza de aquella velada. Ensimismado, Chantenef seguía otros pensamientos y en aquel momento, su mente viajaba por el país de los sueños bien lejos de aquellos comensales de fortuna. Se complacía en proyectos de obras largamente acariciadas y se avergonzaba un poco de hallarse allí. Pero estaba escrito que no terminaría apaciblemente aquella velada y pronto tuvo que salir bruscamente de su ensoñación.
Una joven atolondrada que había oído que lo presentaban como poeta y que lo observaba esperando alguna recitación, denunció su silencio. De inmediato, se produjo un encarnecimiento generalizado:
—¡Cómo, estimada señora! ¿Tenemos entre nosotros a un poeta y no dice usted nada? Es algo realmente imperdonable pues usted sabe cuánto adoramos la poesía y a los poetas.
—Cuéntenos mejor una leyenda, está empezando a oscurecer bajo los grandes robles.
—Que cuente lo que él quiera…
El conjunto de hombres se mostraba menos entusiata. Un grupo de ancianos, pesados por la digestión y los cálculos, no se inmutó siquiera. Impulsado sin duda por la esperanza de aburrirlos a todos, después de disculparse por no recitar versos, Chantenef empezó la narración de una anécdota legendaria cuyos hechos —según él— habían sucedido en aquel mismo lugar, muchos años atrás.
—Ahora aún la seriedad del paisaje normando —monotonía del mar y de sus prados, suavidad de sus lluvias perpetuas— aconseja respetar las cosas desconocidas. Los campesinos han conservado el terror hacia los cuervos que, desde lo alto de los humilladeros embrujan a los caminantes rezagados y perturban su espíritu. A orillas de los ríos ensombrecidos por los follajes fúnebres de los nogales, los aparecidos vienen a lavar sus sudarios que tienden a la luz de la luna. Los senderos desiertos son con frecuencia cortados por ataudes negros, y nadie —so pena de morirse a lo largo de aquel mismo año— debe pasar sin haberle dado religiosamente la vuelta. En otros lugares es la Miltoraine, la alta dama blanca que aumenta a medida que uno se aleja de ella y cuya presencia viene acompañada por un zumbido sobrenatural, por un viento impetuoso en los grandes árboles.
» Hace unos años, y dado que la carretera actual no existía aún, para llegar a las alquerías se tomaban una serie de veredas que bordeaban extensos campos sembrados de cebada, de alforfón y de colza. Esos senderos conducían a la iglesia cuyo cementerio, cubierto por la sombra de los fresnos y rebosante de vegetación, es uno de los más melancólicos que conozco. Era ése el camino que tomaban cada tarde las chicas para volver de los campos con sus cántaras de cobre llenas de leche, colocadas en equilibrio sobre el hombro. Hacia el otoño se difundió el rumor de que un aparecido acudía cada noche al portillo de piedra que separa el cementerio del camino. Era un fantasma envuelto en un sudario, de cara invisible, que no se movía.
—La vulgarización de las ideas científicas —dijo alguien— disipa poco a poco esas ridículas supersticiones.
Sin prestar atención a la interrupción, Chantenef prosiguió con su voz indiferente y algo monótona.
Habló del terror de los campesinos, de las conmovedoras creencias relativas a las almas del Purgatorio, de la indefectible fe de los Sencillos en las cosas inmateriales. Su elocuencia, vibrante por las indignaciones contenidas, hizo por un momento estremecerse a todos aquellos sibaritas de alma sórdida, cautiva para siempre en el círculo infernal de la carne y del dinero. Su voz fresca y profunda tenía misterio y se habría comparado a las penetrantes mareas de la oscuridad creciente cuyas majestuosas angustias evocaba su relato.
La concurrencia entera fue sacudida por un simpático estremecimiento cuando Chantenef describió la angustia del mozo de labranza que cada noche se envolvía en una sábana y jugaba al fantasma y que un día vio junto a él a un inmaterial y auténtico aparecido. Recogieron a la mañana siguiente envuelto en su sudario, rígido por el frío de la mañana, el cadáver crispado del desgraciado bromista.
¿No fue Villiers de l’Isle-Adam quien dijo: Si juegas a ser fantasma, te convertirás en fantasma?
En medio del silencio producido por aquella conclusión, la voz de un oyente distraído —sociólogo absorto sin duda en planes de felicidad futura para los pobres— se escuchó decir:
—Perdón, pero… la cuestión del pauperismo… no comprendo bien la relación con…
—Sin embargo, es muy sencillo —articuló el poeta con una voz serena volviéndose hacia las rojas fábricas resplandecientes en la noche ya completa—. Creo que los felices de esta sociedad, no deberían divertirse tanto con el espectro rojo.
Y todos, que se habían girado hacia el horizonte bermejo como la sangre y como la aurora de algo desconocido, comprendieron estremecidos las palabras del maestro: Si juegas a ser fantasma…
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